Me pregunto qué celebraba el lazismo el pasado domingo. ¿La república que duró ocho segundos? ¿La evidencia de que sus principales partidos políticos están a matar? ¿Los porrazos que se llevaron el día del referéndum ilegal aquellas yayas a las que más les habría valido quedarse en casa viendo TV3? ¿O, simplemente, que era un día festivo y uno se podía permitir un desahogo patriótico de esos que no comprometen a nada? Y es que celebrar, celebrar, lo que se dice celebrar, yo diría que no hay nada que celebrar, por mucho que los procesistas (o algunos de ellos) se hayan venido arriba gracias a la respiración asistida que les ha ofrecido Pedro Sánchez a cambio de que le ayuden a conservar el sillón presidencial.

Pese a estar alentada por ERC, Junts, la ANC, Òmnium y como unas trescientas entidades más de la sociedad civil separatista, la magna concentración en la barcelonesa plaza de Catalunya se redujo, según la Guardia Urbana, a 4.500 personas, una cifra que no es precisamente como para echar cohetes. Y, por cierto, la turba estaba tan desunida como los partidos indepes. Unos estaban a favor de la amnistía; otros, en contra (los que abuchearon al mandamás de Òmnium, Xavier Antich, cuando se manifestó favorable a ella: parece que pedir la amnistía para los responsables del grotesco motín de hace seis años es cosa de botiflers). En cualquier caso, nada que ver con los exitazos de público de las marchas norcoreanas de la Diada de años anteriores: todo parece indicar que un gran sector del lazismo ha perdido el entusiasmo inicial, así como la fe en partidos y organizaciones varias, y ya no está para echarse a la calle con la alegría de antaño, cuando se suponía que la independencia estaba al caer. Pese a los esfuerzos de TV3 por hacer como que lo del domingo fue un éxito, la realidad era imposible de ocultar: a la mayoría de los catalanes se la sopla la independencia, sea porque siempre han estado en contra o sea porque han dejado de creer en su verosimilitud y se han cansado de hacer el canelo.

La independencia se está convirtiendo, pues, en una monomanía de algunos políticos y de cada vez menos ciudadanos. La obsesión del lazi medio puedo entenderla y disculparla: es un sentimiento que no comparto, pero respeto si es sincero y no ha obedecido a un calentón momentáneo (yo diría que los genuinos indepes siguen siendo los mismos que había durante el franquismo, cerca del 20% de la población: los de aluvión se vinieron abajo después de venirse arriba cuando vieron que la cosa era una quimera invendible en España y en Europa). Pero la actitud de los políticos y de los jefazos de Òmnium y la ANC, aunque también la entienda (su monomanía les sale muy rentable y, en el caso de Dolors Feliu, puede conducirla a la política, ambiente en el que se suele pillar cacho a poco espabilado que seas), me irrita considerablemente: ven que cada día les sigue menos gente, que más de la mitad de los catalanes no están por la labor, que se llevan fatal entre ellos, se insultan y se ponen la zancadilla todo el rato, que, sin representar el sentir mayoritario, se lo adjudican y hablan en nombre de todos nosotros, que no dan un palo al agua para afrontar los problemas reales de los catalanes… ¡Y les da lo mismo! Ellos siguen con el raca, raca de Peridis sin importarles un rábano que la realidad vaya por otro lado. De hecho, una minoría pretende imponernos su visión de Cataluña a todos los ciudadanos, tal vez porque nos consideran de segunda si no les damos la razón. Yo diría que necesitan urgente ayuda psiquiátrica.

A fin de cuentas, las concesiones del Hombre del Sillón son una anécdota en el recorrido político del procesismo. Solo han servido para que Cocomocho pueda interpretar a la perfección el papel de Piojo Resucitado y para que el Niño Barbudo se vea obligado a sobreactuar y a hacer como que pide la luna para que los de ERC no acaben pareciendo una pandilla de traidores en comparación con los de Junts. A efectos prácticos, la independencia no está ni se la espera. Y está por ver que la amnistía, aunque Sánchez la apoye, supere el filtro judicial. En tales circunstancias, el desahogo del pasado domingo, triste, desangelado y con escaso poder de convocatoria, difícilmente puede considerarse una celebración, sino, en el mejor de los casos, otra muestra de masoquismo nacionalista como el que nos llevó a celebrar la fiesta, digamos, nacional el 11 de septiembre en homenaje a la (supuesta) catástrofe de 1714.

Quiero creer que esto no puede durar eternamente, que cuando la sociedad va por un lado y los políticos por otro, estos tienen las de perder. Aunque también es verdad que a nuestros políticos se la suda la creciente abstención: si ganan, tanto les da que sea con los votos del 5% de la población; en eso, no hay diferencia alguna entre independentistas y constitucionalistas.