Mis lectores más provectos se acordarán probablemente de la Norma (diminutivo de Normalización, lingüística, se entiende), aquella niña repelente que la Generalitat se sacó de la manga en el ya lejano año de 1982, apenas un par de cursos después de la primera victoria de Jordi Pujol. La era autonómica acababa prácticamente de empezar y había que lanzar el mensaje a la sociedad catalana de que, si realmente quería ser lo más catalana posible, más le valía incrementar el uso del idioma local en detrimento del nacional. Pecadillos de novato, podía deducir cualquiera que pensara que la peor manera de promocionar una lengua es imponiéndola, aunque fuese con la sutileza y la precaución propias de la Cataluña de principios de los años 80.
El sueño húmedo del nacionalismo consistía (y sigue consistiendo) en eliminar el castellano de la realidad catalana, pero con la Norma no se podía ir demasiado lejos, por si las moscas. A medida que iban cogiendo confianza en sí mismos y en su nutrido rebaño, los convergentes acabaron jubilando a la pobre Norma y en el 2005 se inventaron a su sustituta, la Queta, que no era ni un ser aparentemente humano, como su antecesora, sino un engendro con patas compuesto por una enorme y sonriente boca llena de dientes (mensaje sutil: lo que sirve para sonreír, también sirve para morder) y dos ojos de un tamaño considerable que muchos interpretamos como la versión infantil del célebre concepto de Orwell Big brother is watching you (El gran hermano te vigila).
Las cosas no les salieron muy bien ni a la Norma ni a la Queta, dado que la gente que hablaba castellano siguió haciéndolo y tampoco era cuestión de encerrarlos en un campo de concentración, aunque se la consideraba desde el poder una turba de ingratos, ya que la (supuesta) intención de ambas era hacerles un favor con el aprendizaje del catalán y no imponérselo, como nos pareció a unos cuantos resentidos españolistas. El pujolismo siempre creyó en las capacidades liberadoras de la lengua. Recordemos el eslogan patentado por su creador: Primer paciència i després independència. Si se lograba desde la escuela la sustitución del castellano por el catalán, creían los nacionalistas, en tres o cuatro generaciones, Cataluña entera clamaría por la independencia… Algo que nunca llegó a pasar y que obligó a una pandilla de iluminados a montarse una especie de revolución de la señorita Pepis en el 2017 que no podía salir bien, entre otros motivos, porque más de la mitad de la población catalana no estaba por la labor.
Recientemente, hemos asistido al llanto y crujir de dientes en el inframundo lazi al observar que los críos que hablaban catalán en el aula, cambiaban al castellano en el patio (exactamente lo contrario de lo que pasaba en mi infancia, lo cual permite pensar que las lenguas impuestas, trátese del catalán o del castellano, siempre suelen caer mal). En vez de reconocer y asumir que Cataluña (y especialmente Barcelona) es una sociedad bilingüe, los indepes siguen con su sueño imposible de eliminar el español o, por lo menos, ponerle las cosas realmente difíciles. De ahí que ahora, la consejera de Cultura de la Generalitat, Natàlia Garriga, haya desempolvado a la Queta, que, según parece, se va a quedar con nosotros durante un par de años para darnos la chapa nacionalista a través de todo tipo de iniciativas, campañas publicitarias y lo que haga falta. La bofetada volverá a ser de espanto, pero, por el camino, habremos tirado unos cuantos millones de euros a la basura para seguir con nuestra manía de ponerle puertas al campo.
La Queta del 2023 es una versión corregida y aumentada de la de 2005, pero esta vez la sonriente bocaza llena de dientes parece venir dispuesta a morder con más frecuencia. Para empezar, le toca apoyar las cien medidas de promoción del catalán que ha anunciado el gobiernillo del Niño Barbudo. El viejo eslogan Dona corda al català parece haber sido sustituido por un no declarado Leña al mono hasta que hable catalán, pero sigue rigiendo el hipócrita pretexto de que cambiar del catalán al castellano es una humillación para los emigrantes, que no han venido aquí a comer caliente, como solemos mantener los resentidos de costumbre, sino atraídos por la belleza de la lengua local, que una tolerancia mal entendida les impide aprender como Dios manda. La Queta ha venido a poner orden. Por eso la veremos actuar en diversos entornos: en la discoteca, en un partido de fútbol, en un restaurante, en el mundo empresarial y hasta en el autobús. Y se va a tirar dándonos la chapa cosa de dos años, según las amenazas de la consejera Garriga y la portavoz Plaja.
La maniobra viene envuelta en esa tendencia reciente del lazismo a no buscarse problemas judiciales con el enemigo, pero hacer la puñeta todo lo que se pueda sin correr ningún riesgo. Y es la prueba de que algunos no escarmientan ni tirando el dinero de los demás. La Queta va a caer tan gorda como la Norma y sus respectivos inventores. Y el nuevo intento de imponer el monolingüismo saldrá tan mal como los anteriores, pues la sociedad catalana es como es y no como les gustaría que fuese a los indepes. Preparémonos, pues, para aguantar la tabarra lingüística de los próximos dos años y sigamos cambiando de idioma cuando nos salga de las narices, que para algo estamos en nuestra casa, aunque los lazis crean que no merecemos vivir en ella, que es suya y solo suya, como todo el mundo sabe.