Lo hemos visto mil veces en las películas: a la hora de rendir cuentas ante la justicia, los cómplices de algún delito siempre acaban echándose la culpa mutuamente para intentar rebajar sus respectivas condenas. En ese sentido, no es de extrañar que en el juicio a Laura Borràs por sus supuestas trapisondas financieras cuando estaba al frente de la ILC, sus presuntos partners in crime, el informático (y drogadicto) Isaías Herrero y el empresario Andreu Pujol, intenten quitarse el muerto de encima a base de sostener que ellos eran unos mandados y que la principal responsable del tocomocho era su benefactora de otros tiempos. No es que semejante actitud resulte especialmente admirable, pues sí que se lucraron en su momento gracias a la Geganta del Pi, pero tal como se ha puesto la situación (petición de seis años de cárcel para Herrero y de tres para Pujol), es de suponer que sus respectivos abogados les hayan aconsejado que carguen contra la jefa con todo lo que tengan, a ver si así el juez se muestra un poco más tolerante con ellos.
Los abogados de Borràs, por su parte, intuyen que Herrero y Pujol han llegado a algún tipo de acuerdo con la fiscalía para que se le rebaje la pena a cambio de incriminar a su socia en las tareas picarescas de antaño, pero su actitud recuerda un poco a la del capitán Renault de Casablanca cuando dice aquello de: “¡Qué escándalo, me han dicho que aquí se juega!” (segundos antes de embolsarse la mordida habitual por parte del casino). Yo no sé si Herrero y Pujol han llegado a alguna clase de trato con la fiscalía, pero no me extrañaría porque también lo he visto en un montón de películas: se le rebaja la pena al pez chico a cambio de contribuir a condenar al pez gordo. Sobre la presunta moralidad de estas medidas, me remito al gran Sandro Giacobbe y su inolvidable hit Jardín prohibido: “Lo siento mucho, la vida es así. No la he inventado yo”.
Como todos sabemos, la defensa de la Geganta del Pi corre a cargo de ese pilar del Estado de derecho que es Gonzalo Boye y de su parienta, Isabel Elbal, quienes van improvisando excusas para sus clientes siguiendo el mismo sistema que, presuntamente, ellos han puesto en marcha para mejorar su situación personal cuando concluya el juicio. Parecen haberse repartido el trabajo, ya que, mientras Boye insiste (sin éxito) en que se retiren del caso unos e-mails más bien comprometedores para Borràs, Elbal se lanza directamente a la piscina de barro para dejar hecho un asco al señor Herrero, de quien el otro día enumeró todas las sustancias ilegales que este consumía supuestamente cuando mantenía trato económico con la principal acusada. La verdad es que el señor Herrero era un drogadicto muy completito, si hemos de hacer caso a la señora Elbal: cocaína, anfetaminas, alcohol, éxtasis, LSD, heroína y hasta metadona, sustancia que suele recetarse en sustitución del jaco, no como complemento. La intención, supongo, era presentar al señor Herrero ante la opinión pública como un desperdicio humano que manipuló en su beneficio a la señora Borràs, traicionada por su propia bondad (aunque si era un desperdicio humano y una vergüenza para la sociedad catalana, ¿por qué recurría a él la jefa de la ILC y lo premiaba con contratos tan ventajosos como falsos?). En cualquier caso, el juez no ha picado y le ha retirado la palabra a Elbal con la excusa –peregrina, sin duda, para la letrada— de que el historial como drogodependiente del acusado no tenía nada que ver con el asuntillo que lo había llevado al juzgado. Supongo que tras las acusaciones de drogadicto venían las de narcotraficante, actividad por la que el señor Herrero ya estuvo a punto de ir al trullo hace unos años y por la que se le conocía cariñosamente como El camello de Convergencia, pero en boca cerrada ni entran moscas ni salen oportunos baldones.
Es evidente que el juicio de Laura Borràs se ha convertido, nada más empezar, en un ¡Sálvese quien pueda! de notable magnitud. La cosa pinta tan mal para Isaías Herrero, cuya condena suspendida por narcotráfico se sumaría a la de ahora por corrupción lucrativa para contribuir a que le cayeran esos seis años de talego que le pide el ministerio fiscal, que este ha preferido quedar como un ingrato ante su antigua jefa en vez de hacer algo para exculparla o, por lo menos, disimular mínimamente su participación en los hechos que se juzgan (lo mismo ha hecho el señor Pujol, que se prestó en su momento al cambalache y algo ha de decir para que no le caigan esos tres años de encierro que le piden).
Lo peor de todo para nuestra Laura es que aquí no hay excusa patriótica que valga, con lo que la solidaridad del mundo indepe está entre escasa y nula, como se pudo ver durante el tradicional paseíllo nacionalista hacia el juzgado, en el que aparte del inefable Turull, no había una representación muy nutrida del lazismo. Pese a los esfuerzos de Borràs por presentarse como una víctima de la represión del vil Estado español, la mayoría de los suyos se han dado cuenta de que la cosa va de choriceo y más les vale mantenerse apartados del tema, que la acusada destiñe. Es de temer que el ambiente se irá degradando cada vez más a medida que se vaya desarrollando el juicio, pero me consuela saber que se ha dejado lo mejor para el final: el monólogo de la Geganta del Pi para quitarse las culpas de encima. Como sigue convencida de que la juzgan por independentista, es muy probable que nos encontremos con un discurso delirante del que extraer, con algo de suerte, un poco de sana diversión en la línea de los mejores representantes de la stand up comedy. No sé ustedes, pero yo lo espero con ansia, pues confío en que convierta a Borràs en un pilar de El club de la comedia.