Las relaciones entre los diferentes partidos políticos catalanes que, en teoría, aspiran a la independencia del terruño no solo no son muy buenas, sino que parecen ir de mal en peor. La tangana entre ERC y Junts es permanente y no pasa un día sin que sus representantes intercambien reproches o acusaciones, ya sean estas por el tono quimérico de los de Puchi o por el supuesto colaboracionismo de los del beato Junqueras con el Gobierno español. La CUP, por su parte, acusa a ambos partidos de no dar un palo al agua por la independencia de Cataluña y estar más preocupados por sus cargos y, sobre todo, sus sueldos que por liberar a los oprimidos catalanes del yugo español. Este mal es, al parecer, contagioso. Las relaciones entre la ANC y Òmnium Cultural empeoran a ojos vistas, adoptando la primera el papel de Junts y el segundo, el de ERC. E incluso dentro de la ANC se registra una fuerte división entre el sector oficialista y los disidentes que tendrá una representación pública este sábado en un cónclave de la agrupación para ver si se llega a un armisticio, o no, entre el Comité Permanente (Dolors Feliu, el payaso Pesarrodona y su alegre pandilla) y el Secretariado Nacional (compuesto por los que siguen, o deberían seguir, las directrices de la banda Feliu, a los que el cuerpo les pide plantear una cuestión de confianza a la que los líderes se oponen).
No sé ustedes, pero a mí me hace cierta gracia que la ANC, colectivo que podría definirse tranquilamente con la sarcástica expresión catalana quatre arreplegats, recurra a términos tan pomposos e hiperbólicos como Comité Permanente y Secretariado General para describir a los que cortan el bacalao y a los siervos de la gleba. Intuyo que la cosa tiene algo que ver con ese dicho catalán que asegura que quien no tiene nada que hacer, se dedica a peinar al gato. En cualquier caso, ¿cuál es el principal motivo de fricción entre mandamases y pueblo llano de la ANC? Aparentemente, se trata de esa lista cívica que se ha sacado de la manga Dolors Feliu ante, según ella, la incapacidad de los partidos tradicionales para trabajarse en serio la independencia. Una lista cívica que en la práctica se convertiría en algo muy parecido a un nuevo partido político –iniciativa que los estatutos de la ANC rechazan tajantemente— y tras la que estaría la anterior presidenta de la entidad, Elisenda Paluzie, que es quien tiraría de las cuerdas de su títere particular, que no es sino aquel muchacho rollizo de Solidaritat Catalana per la Independència (¿se acuerdan de aquel partidillo por el que pasaron Jan Laporta y el radical Alfons López Tena, creador del célebre eslogan Espanya ens roba y reciclado actualmente en súper botifler que no deja pasar ni una ocasión de chotearse de sus antiguos camaradas soberanistas?) que tenía nombre de arcángel, Uriel Bertrán. Para los disidentes, lo de la lista cívica no puede ser de ninguna de las maneras porque la ANC no debería contemplar esa posibilidad y porque todo les suena a una maniobra de la señora Paluzie para acceder al Parlamento catalán.
La bronca, por cierto, no se agota en la lista cívica. Según los del Secretariado Nacional (o sea, la puta base, como se decía cuando el franquismo) hay falta de democracia interna y exceso de autoritarismo en la manera de actuar del Comité Permanente (o sea, la Banda de los Cuatro, en dialecto maoísta). Así que este sábado, con un poco de suerte, pueden brillar las navajas en el aquelarre de la ANC, y los expertos en procesología, que abundan en los digitales del régimen, ya están hablando de una posible escisión.
Por mucho que los indepes culpen de sus desgracias al Gobierno español, al gobiernillo catalán, a los partidos de la oposición y hasta a asociaciones supuestamente hermanas, pero que en la práctica se llevan como parientes muy mal avenidos, lo cierto es que no necesitan ayuda externa para no llegar a ninguna parte. En ese sentido, constituyen el sueño húmedo preferido de cualquier estado: no representan ni a la mitad de la población catalana y, encima, están todos a matar entre ellos. Y aunque no resulta agradable coincidir en nada con José María Aznar, todo parece indicar que no se equivocaba mucho cuando vaticinó aquello de que antes se rompería Cataluña que España. Normal: ni somos un solo pueblo (aquí cada uno es de su padre y de su madre, afortunadamente), ni hay una sola manera de pregonar el independentismo.
Lo único que queda del prusés es caos y desorden y diferentes maneras de buscarse la vida a costa de la patria.