Cunde la indignación en el inframundo lazi por la falta de premios a Alcarràs en la última edición de los Goya. Hay quien acusa de catalanofobia a los miembros de la Academia Española del Cine cuando nadie la tildó de catalanófila en el momento de enviar la película de Carla Simón a los Oscar. En aquella ocasión, a ningún procesista se le ocurrió dar las gracias a la Academia por elegir un largometraje rodado en una lengua distinta del castellano, lo cual podía considerarse, además de un detalle, la prueba evidente de que los señores académicos están más interesados en el cine que en el idioma en que se ruedan las películas. Ahora, cuando As bestas ha arrasado con todo y a Alcarràs no le ha caído ni un triste Goya, todo es llanto y crujir de dientes y quejas y acusaciones del modelo “Es-que-nos-tienen-manía”. No negaré que resulta un tanto peculiar que una obra que servía para la Academia de Hollywood sea ignorada de forma tan radical a la hora de repartir los galardones locales, pero de ahí a considerar que se trata de una maniobra consciente de basureo al cine hablado en catalán hay un largo trecho que no creo que esté dispuesta a recorrer ni la directora de Alcarràs, que parece una persona muy razonable.

Mientras se rasgan las vestiduras, los procesistas ni han chistado ante la última cacicada del Parlamento regional, relativa a las pensiones de sus funcionarios, que le van a costar un ojo de la cara al sufrido contribuyente catalán, que ya lleva lo suyo teniendo que sufragar las desquiciadas pensiones de los expresidentes de la Generalitat (más sus oficinas y empleados, que nadie sabe muy bien para qué sirven) y el sueldo del presidente en activo, que dobla al de su equivalente español, y de los consejeros, subsecretarios y funcionarios varios, que también suelen superar con creces los de sus homólogos nacionales. Estos días se jubilan unos 70 funcionarios del Parlament, a parte de los cuales (treinta y tantos) se va a premiar con una paga extra en torno a los 100.000 euros (equivalente, aproximadamente, al sueldo de un año). O sea, que el Gobierno catalán se va a gastar unos treinta y pico millones de euros en el aguinaldo de despedida a algunos de sus más ejemplares funcionarios. Entre los merecedores de los 100.000 machacantes se encuentran algunos de esos que se acogieron en su momento a la llamada “licencia por edad”, los cuales llevan una media de cinco años cobrando sin dar golpe y ahora, porque son unos muchachos excelentes, se va a recompensar su muy patriótica vagancia con 100.000 eurillos del ala. ¡Será por dinero!

La autoestima de nuestra clase política está, realmente, por las nubes. Pero no veo que nadie se queje o diga algo tan razonable como que no se entiende que el presidente de un Gobierno regional cobre el doble que un presidente nacional (lo que lleva ocurriendo años y años). Nuestros políticos se valoran mucho a sí mismos, aunque muchos de ellos les parezcan a los ciudadanos unos cenutrios (no hace falta dar nombres). Vamos a tirar a la basura treinta y tantos millones de euros en pluses para el funcionariado patriótico y aquí no se escandaliza nadie. Pero Alcarràs se va de vacío de los Goya y ya hay quien ve conspiraciones catalanófobas en una entrega de premios.

Personalmente, creo que la catalanofobia (o sea, el odio a los catalanes) se practica mucho más en el Parlamento regional que en la Academia Española del Cine. En una época en la que miles de catalanes sobreviven como pueden con unos sueldos bajísimos, sus gobernantes se autoadjudican unos estipendios desquiciados y premian a sus funcionarios con unas pensiones que el catalán medio no llegará a oler jamás. A los catalanes no nos tienen manía los españoles, sino nuestros mandamases autonómicos, contra cuyos privilegios nunca se escribirá nada en los diarios del régimen, que encajan estas noticias como el que oye llover. Me quito el sombrero, eso sí, ante los 34 jetas que se van a llevar 100.000 euros cada uno después de cinco años de no dar un palo al agua: son, realmente, la elite del funcionariado español y un ejemplo para sus equivalentes madrileños, que han sido incapaces de alcanzar tan alta posición en la picaresca nacional, pese a acumular en el oficio una tradición larguísima en la práctica de la ley del mínimo esfuerzo.