Pongamos que el señor A dice que el señor B ha asesinado a su propia madre. El señor B, naturalmente, lo niega, pero no aporta prueba alguna de que la autora de sus días siga con vida. El señor A, por su parte, tampoco tiene nada a lo que agarrarse que acredite que la vieja está muerta. El señor A y el señor B se ponen verdes mutuamente, pero ninguno de ellos ofrece a la opinión pública algo que les dé la razón. El señor A no lleva a los tribunales al señor B por asesinato y el señor B no presenta ninguna querella por calumnia contra el señor A. Pasan unas semanas, la sociedad se desinteresa del asunto, no se aclara nada y el señor A y el señor B siguen a sus cosas, haciéndose mutuamente la puñeta recurriendo a otros asuntos. Nada se aclara, pero a nadie le preocupa. Lo del señor A y el señor B es un caso extremo, pero lo cierto es que en España se dan cientos de casos parecidos a lo largo del año y a nadie parece importarle desentrañar enigmas y enfrentarse a la verdad.

Lo de Carles Puigdemont con los supuestos emisarios de Pedro Sánchez, desplazados a Waterloo para ofrecerle una salida personal a cambio de presentarse ante el Tribunal Supremo, está en la línea de ese asunto del señor A y el señor B que me acabo de inventar. Puchi asegura que los emisarios de Sánchez existieron, pero se abstiene de dar sus nombres. El Gobierno español lo niega y viene a decir que Puchi, como todos sabemos, es un liante y un cero a la izquierda capaz de cualquier cosa con tal de darse aires. Pero van pasando los días y la situación ni se aclara ni tiene visos de aclararse próximamente. El español medio, mientras tanto, considera la situación, observa la catadura moral de los dos sujetos implicados en esta tesitura y llega a la conclusión de que cualquier cosa es posible y todo resulta más o menos verosímil. Veamos: Puchi se muere de asco en Flandes mientras en su partido cada día pasan más de él y lo dan por amortizado, como ha insinuado Quim Nadal; en semejante situación, resulta muy creíble que se invente a unos emisarios del Gobierno español que le sirvan para parecer más relevante de lo que es. En cuanto a Sánchez, todos sabemos que solo piensa en sí mismo y en su sillón presidencial, por lo que le creemos muy capaz de haber enviado a algún emisario a Waterloo para hacer méritos ante los enemigos del Estado que le apoyan en el Congreso o, incluso, para ofrecerle a Puchi el oro y el moro y luego, cuando se presente en Madrid, detenerlo y meterlo en un calabozo de una patada en el culo (tras utilizarlo como fregona para sacar brillo al suelo de su despacho).

Dada la peculiar relación que tanto Puigdemont como Sánchez tienen con la ética, aquí todas las posibilidades están abiertas. Eso sí, el principal problema de credibilidad lo tiene el Hombre del Maletero, que es quien debería identificar al supuesto correo del zar. Sánchez, con decir que él no ha enviado a nadie a Waterloo y que Puchi es un atorrante, está al cabo de la calle, pero el Fugitivo está obligado a desvelar la identidad de los señores con los que asegura haberse reunido y que tan bien le han venido para rodar un nuevo episodio de su célebre culebrón ¡Quanta dignitat! ¿Por qué no lo hace? ¿Es posible que se haya vuelto tan loco que sea capaz de inventarse emisarios del Gobierno español para hacerse el imprescindible?

A todo esto, la opinión pública española se lava las manos (mientras el PP aprovecha la coyuntura para acusar al PSOE de alta traición). Nos hallamos, pues, ante otro de esos casos tan españoles en los que se da un cruce de acusaciones que no lleva a ninguna parte y que, además, parece que da lo mismo, como si un rifirrafe entre el presidente del Gobierno y un golpista huido de la justicia fuese equiparable a las tanganas que solían montar los tertulianos del Sálvame Deluxe. Lo dicho: el señor A acusa al señor B de haber asesinado a su madre, nadie sabe si la vieja está viva o muerta y a todo el mundo se la sopla. Definitivamente, la política española se desarrolla en un plató de Telecinco.