Con lo de cerca que sigo (a la fuerza ahorcan) los dimes y diretes de nuestro gobierno-autónomo-con-pretensiones-de-adquirir-algún-día-la-forma-de-república-independiente, resulta que se me había pasado por alto lo del medallón. ¿Qué medallón?, se preguntarán ustedes. Ahora se lo cuento: resulta que, a Tarradellas, hombre dado de natural a la pompa y la circunstancia --recordemos cuando se le presentó Xirinachs en palacio con chirucas y uno de sus habituales jerséis churrosos y el presidente le preguntó: “¿Qué, mosén, de excursión?"--, le dio cuando regresó a España por rescatar del baúl de los recuerdos un medallón de presi de la Chene que se había sacado de la manga en su momento el poeta Ventura Gassol, mano derecha de Francesc Macià, para añadir un poco de tronío a la ceremonia de investidura. Macià se lo puso una vez --lo había diseñado el orfebre Jaume Mercadé-- y luego lo metió en un cajón o algo parecido, hasta que se perdió o fue sustraído. El medallón de marras reapareció a finales de los 70 en manos de un sobrino de la segunda mujer de Companys, Francesc Ballester, quien se lo pasó a Tarradellas por la módica suma de 400.000 pesetas.
Aragonès, investido presidente de la Generalitat de Cataluña / EP
Resulta que, sin que yo me coscara, ese medallón ha ido pasando de cuello en cuello entre sucesivos presidentes de la Generalitat y que ayer Pere Aragonès recibió el sagrado chisme de manos de Quim Torra; y yo diría que ha sido Torra, hombre dado al simbolismo y la farfolla, quien más debe haber insistido en esa metáfora joyera del traspaso de poderes. Torra se quedó sin que Puigdemont le pusiera el collar, perdón, el medallón (el collar mental de vicario ya se lo ponía él tan contento) porque Borduria había impuesto el 155 y no estaba Syldavia para toisones de oro y demás fruslerías, pero ahora que estamos a dos pasos de la república, habrá visto que la ocasión la ponían calva para reivindicar una tradición sagrada y, de paso, darse unos aires, pues no parece llevar muy bien su jubilación de lujo en un palacete de Gerona a cargo del erario público.
Como todos sabemos, el pobre Quim no pudo cumplir su sueño de conducir al pueblo catalán hacia la independencia (incluida la nutrida parte de la población que no la quería para nada). Y aunque debería bastarle con la pasta que nos levanta cada mes por tocarse las narices en el palacete gerundense y proferir de vez en cuando alguna grosería antiespañola, seguro que encontró en el medallón de marras la oportunidad de reivindicar su legado (aunque no sepamos muy bien en qué consiste) y figurar un poco en la toma de posesión de su sucesor, ese chaval de ERC con barba que es tan escandalosamente joven que todavía está creciendo. Con la imposición del medallón, además, Torra reivindica su condición de vicario (o de La voce del padrone, que diría Battiato) y le recuerda a Aragonès que el presidente legítimo de la Generalitat está en Waterloo muriéndose de asco y aburrimiento, manera sutil de insinuarle que es, más o menos, un intruso.
No sé cuánto pesa el medallón ni cuales son sus medidas, pero el tamaño del señor Aragonès no es el de la señora Borràs --a la que se puede colgar cualquier cosa a sabiendas de que seguirá sobrando mucho espacio-- y tengo curiosidad por ver cómo le queda el patriótico abalorio que, a partir de ahora, paso a considerar fundamental en ese entorno de quiero y no puedo que suele darse en las ceremonias pretenciosas de una nación sin Estado como la nuestra. Puestos a no hacer demasiado el ridículo, a la hora de escribir estas líneas solo me queda rezar para que a Torra no le dé por soltar alguna gansada de las suyas durante la imposición del medallón.