El pasado jueves, Lluís Llach --tras sustituir el habitual gorrito de lana o macramé, según las estaciones, por una gorra de jubilado que le ayudaba a integrarse en el ambiente-- visitó a los héroes de la Meridiana, ese amasijo de yayos, encapuchados y desocupados patrióticos en general que lleva más de cuatro meses cortando una de las arterias más importantes de Barcelona con la bendición de nuestro inenarrable gobierno autónomo.
No sé si la iniciativa era totalmente suya o si se había sentido interpelado por un artículo del director de Vilaweb, Vicent Partal --un valenciano cuya disonancia cognitiva deja en mantillas la de Jordi Cuixart y le lleva a creerse catalán, como le sucede también al madrileño Ramón Cotarelo-, en el que se instaba a apoyar a los meridianos, pues bien está tener los ojos puestos en la próxima aparición de San Puchi en Perpiñán, pero la Meridiana cae mucho más cerca y no estaría mal que la gente se acercara a solidarizarse con los miembros de la única estructura de estado erigida desde el Día de la Independencia. En cualquier caso, ahí estaba Llach --sacrificándose, con lo que se le echa de menos en Senegal--, dispuesto a cantar L´estaca y a palmear metafóricamente el lomo de los valerosos activistas.
Albert Batlle, por su parte, ha solicitado a Miquel Buch que prohíba de una vez el puñetero cónclave cotidiano que les amarga la existencia a los automovilistas barceloneses, pero ha pinchado en hueso. Dice Buch --pues no en vano su apellido rima con ruc (en catalán, burro)-- que ni hablar, que el derecho de manifestación es sagrado y que, si de él depende --esto es una intuición--, los barceloneses se van a jorobar durante el tiempo que haga falta. Es evidente que Buch también lee a Partal. Y, sobre todo, obedece a Torra, quien, a su vez, obedece a Puigdemont, al que no solo se la soplan los cortes de carretera en Barcelona desde que vive en Waterloo, sino que éste lo agradece especialmente porque incordia y, más que nada, porque es la única estructura de estado de la república catalana cuyo funcionamiento le consta.
A Buch también le dan igual los cortes en la Meridiana, y no hace el menor esfuerzo por ponerse en la piel de los conductores atascados por culpa de unos carcamales que no tienen nada mejor que hacer hasta la hora de la cena y el Tele Noticies. ¡Un poco más de empatía, conseller! ¿Ya no se acuerda de su anterior trabajo como portero de discoteca, que debe haberle sido tan útil para llegar al govern como su etapa de cajera a Irene Montero para convertirse en ministra? ¿Cómo hubiera reaccionado usted, en su momento, si una pandilla de jubilados se hubiese plantado ante el establecimiento cuya entrada protegía cual perro guardián, impidiendo la entrada de los clientes con los que el dueño le pagaba su sueldo?
De acuerdo, las cosas han cambiado y ahora usted cobra para amargarles la vida a los conductores que circulan por la Meridiana, pero algo me dice --basándome en sus rústicas facciones-- que usted hubiera despejado la puerta de entrada a la discoteca a sopapos, cosa que me parecería de lo más normal.
Lo que ya no me parece tan normal es que ahora permita este abuso procesista, aunque también es verdad que usted solo es un mandado, un propio, un esbirro. Menos mal que a su jefe, el inhabilitado, ya no le queda mucho tiempo en el convento (tal vez por eso se caga dentro). Y espero --no se lo tome a mal-- que a usted tampoco: piense que las discotecas de Cataluña le están esperando para volver a desempeñar el único oficio que se merece.