Da la impresión de que el timo del Consell de la República puesto en marcha por Puigdemont no acaba de funcionar del todo. Hace días que El Nacional no informa del crecimiento exponencial del personal dispuesto a aforar diez euros a cambio de nada, y en las redes se quejan algunos hiperventilados de la racanería de sus compatriotas y dicen que, a estas alturas, ya debería haber más de dos millones de catalanes apuntados al Consell de marras, y no los 30.000 registrados en el último recuento, que ya tiene unos días. Personalmente, 30.000 creyentes me parecen una cifra desorbitada para una propuesta tan vaga y que, además, como asegura su instigador, no se pondrá en marcha hasta que él disponga de un millón de fieles; o, lo que viene a ser lo mismo, de diez millones de euros para invertirlos en sus cosas.
Y es que con 30.000 primos (300.000 euros) no alcanza para pagar la suma que la justicia española está calculando soplarle a Puchi por sus hazañas del 1 de octubre. Se habla de unos dos millones de euros, que es menos de lo que tendrá que apoquinar el Astut si sus compinches se declaran insolventes, pero no deja de ser una cantidad importante. No es que la piense pagar, pero puede que no le quede más remedio que hacerlo si no quiere que los belgas lo extraditen por moroso, como estuvieron a punto de hacerlo por malversación, cargo que al juez Llarena le pareció insuficiente y por eso levantó la euroorden. Así pues, esos diez euros por procesista le resultan a Puchi más necesarios que nunca: dudo que la justicia española espere pacientemente a que disponga de los ansiados diez millones de euros.
Sus cómplices en Barcelona, mientras tanto, vuelven a la carga con lo de marranear el reglamento parlamentario para ver si pueden investirlo telemáticamente como presidente en el exilio, lo que ya se ha intentado con anterioridad en dos ocasiones, sin éxito alguno. Realmente, dirigir un paisito desde otro y con diez millones de pavos en el bolsillo es un chollo fabuloso. Pero los catalanes no sueltan los diez euros a la velocidad deseada --¿tal vez porque le consideran un jeta y un cantamañanas que se pega la vida padre en Waterloo mientras sus secuaces se pudren en el trullo?-- y la investidura telemática volverá a darse de bruces con la triste realidad.
No parece que se dé cuenta, pero Puchi es un prisionero más. Si insiste en presentarse a las elecciones europeas, tendrá que recoger sus credenciales en la embajada española, donde lo más probable es que lo detengan. No se atreve a poner los pies en la Cataluña Nord porque los franceses son capaces de hacer lo propio y enviarlo esposado a Madrid. Si sale de Bélgica, donde cuenta con la protección de los fachas flamencos, solo es para irse de excursión a las islas Feroe o a Escocia a intercambiar palmaditas con los separatistas locales. Su única esperanza es el tocomocho del Consell, que no parece estar saliendo como debía. Tal vez, sobrado como es, se ha excedido en la envergadura del timo: soltar diez euros a cambio de nada requiere una fe (o una estupidez) muy poco frecuente en Cataluña.