Manuel Valls se ha presentado oficialmente para alcalde de Barcelona, con lo cual puede considerarse que ya se ha abierto la veda para sus enemigos políticos, que son muchos y variados. De aquí a mayo del año que viene, la cosa irá arreciando, pero, de momento, nuestro hombre ya se ha llevado algunos capones metafóricos. Josep Ramoneda lo definía en una columna de El País como un juguete roto; o sea, como si hablara de Urtain, el morrosko de Cestona, o de Poli Díaz, el Potro de Vallecas. El otro día vi por la tele a una lumbrera de Barcelona en Comú --no me quedé con su nombre, solo recuerdo que era rollizo y con barba-- que tildaba a Valls de fracasado, como si él fuese una estrella rutilante del firmamento político catalán, español y europeo. Ada Colau también ha echado su cuarto a espadas, calificándolo de candidato de las élites. Y a partir de ahora, vamos a ver cómo a Valls me lo tildan de facha, españolista, botifler, candidato del Ibex 35 y demás conceptos sobados pero que nunca pasan de moda. La figura del perdonavidas va a vivir una edad de oro.
Hace falta cuajo para tachar de fracasado a un tipo que ha sido ministro del Interior y primer ministro del país de al lado. Sobre todo, cuando quien lo hace es un mindundi como el barbudo de Barcelona en Comú. En todo caso, Valls es un político cuya carrera se ha terminado en Francia --los socialistas lo detestan y Macron no quiere saber nada de él-- y cambia de país para continuar ejerciendo el oficio que eligió para llegar a fin de mes. Nació en Barcelona y está en su derecho de aspirar a la alcaldía (¿no tiene París una alcaldesa gaditana?). Su experiencia como ministro del Interior le podría ser muy útil a esta ciudad que se degrada a ojos vistas sin que el buenismo comunero solucione nada; y, en cualquier caso, debería recibírsele como un adversario político, no como un enemigo de Cataluña, que es la imagen que quieren trasladar los nacionalistas.
Manuel Valls se siente barcelonés, catalán, español, francés y europeo. Si quitamos lo de francés, hay mucha gente en Barcelona que se considera exactamente así. Lamentablemente, en Cataluña las elecciones ya no funcionan a la manera tradicional, como una pugna entre la izquierda y la derecha, pues la tabarra permanente de los independentistas ha conseguido que todo se haya de discutir desde una óptica de pertenencia a una de las dos comunidades en que Pujol, Mas, Torra y el enjaulado mosén Junqueras --con la complicidad por incomparecencia de la izquierda-- han convertido al paisito. En las últimas autonómicas se vio clarísimo: los separatistas por un lado y Arrimadas por el otro. Se acabaron las sutilezas y todas nuestras elecciones van a ir del mismo palo durante mucho tiempo, pues Borrell y Puchi coinciden en señalar que este desastre no se soluciona, en una u otra dirección, antes de veinte o treinta años.
En ese sentido, la actitud tiquismiquis del PSC y del PP --un partido al que cada día vota menos gente y otro que está a punto de desaparecer del Parlament-- frente a Valls y la ominosa presencia de Ciudadanos sería más normal en una situación política normal, en la que las diferencias entre izquierda derecha y los matices en cada posición fuesen posibles. Es muy triste, pero no vivimos una situación normal. A un lado están los separatistas y al otro, los constitucionalistas. La sociedad barcelonesa --y la catalana-- está partida por la mitad y la izquierda y la derecha se desdibujan por culpa de los separatistas (no hay más que ver la amistad entrañable que ha surgido entre Puchi y Valtònyc: estoy a la espera de un videoclip conjunto en el que canten aquello tan bonito de los Sex Pistols que empezaba con lo de I am the Antichrist, I am an anarchist).
Los procesistas nos han empujado a una política de bloques y una actitud de o nosotros o ellos. Un asco, de acuerdo, pero así está el patio. Y en ese patio, la candidatura transversal de Manuel Valls nos parece muy razonable a bastantes. Esperemos que a Rivera no le salgan los celitos y le dé por ejecutar a su patrocinado: no sería el primero.