Antes que nada, pido disculpas al ectoplasma de David Wark Griffith, pionero del cinematógrafo, por soplarle el título de una de sus más célebres películas para encabezar este artículo, pero no siempre consigo dominar mi tendencia al sarcasmo. De hecho, lo de ayer en el Parlamento catalán tiene más puntos en común con la famosa escena del camarote de los hermanos Marx, pues fue un sindiós, un lío mayúsculo y un desastre sin paliativos. Cataluña dio una imagen espantosa, superando incluso la de la manifestación posterior al atentado de La Rambla, cuando informamos al mundo de que los responsables de la salvajada eran el Rey y Mariano Rajoy. Mal pinta la nueva nación con un parto semejante, la verdad, aunque estoy convencido de que los nacionalistas creen haber hecho las cosas estupendamente, como solo ellos saben hacerlas, institucionalizando la cacicada como ideal de la práctica política y pasándose por el arco de triunfo todas las leyes habidas y por haber, incluidas las propias, que cuando no se ajustan a sus intereses se esquivan: ¿Que no firma el que tiene que firmar? Pues da igual, ya firmamos nosotros y seguimos adelante con nuestro delirio, que es de lo que se trata. Porque a nosotros nos asiste la razón histórica y a la oposición hay que machacarla por la vía del basureo patriótico.
Tiene gracia (o no) que la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, tenga las santas narices de recusar a todos los miembros del Tribunal Constitucional por marianismo severo cuando ella trabaja a las órdenes de Puigdemont y su pandilla. Bueno, en realidad ella forma parte de la pandilla. Y las obligaciones del cargo se las salta porque para eso la han puesto dónde está. Ese cargo lo podría ocupar Pilar Rahola y nadie notaría la diferencia. Ante cualquier comentario de la oposición, Forcadell reacciona poniendo cara de profunda contrariedad y retirando la palabra a cualquiera que diga algo que no quiere oír. Los miembros del Tribunal Constitucional son malos, y los letrados de la cámara también, pues le recuerdan que lo que está haciendo es impresentable. A ella le da lo mismo porque obedece a un poder superior ante el que futesas como la legalidad o la buena educación no tienen nada que hacer. Y, además, se levanta cada mes una pasta que, dadas sus limitaciones intelectuales, no había olido en su vida, la cual le permite lucir unos modelitos que antes no podía costearse y con los que, sin duda alguna, va a estar muy mona en el trullo, cuando la saquen al patio para que se oree. Sus únicos méritos son el odio al vecino y el fanatismo independentista --más un tono de voz muy irritante, de esos que, según decía P. G. Wodehouse, son capaces de abrir una ostra a diez metros, y que si bien no puede achacarse a su voluntad, es evidente que lo disfruta--, que es lo que Puigdemont considera valores fundamentales a la hora de repartir cargos, como demostró recientemente con los nombramientos de dos tipos tan brillantes como Forn y Soler al frente de Interior y de la policía autonómica.
Dice el refrán que quien ríe el último ríe mejor, pero a mí me está entrando prisa por reírme un poco. Desde el marianismo, se insiste en la pachorra y en el recurso al Constitucional, pero yo empiezo a encontrar urgentes las multas, las inhabilitaciones y, tal vez, el talego
El propio president es también una persona de escasas luces, un tipo cerril, monotemático y carente del más elemental sentido del humor cuya trayectoria profesional --por llamarla de alguna manera-- ha sido financiada en su totalidad por el erario público. Así pues, no vamos a exigirle que busque la excelencia en sus secuaces. De hecho, se apaña con cualquier inepto que no le haga sombra y que esté por la labor: como su única preocupación es la independencia de la patria y gobernar no se le antoja una prioridad, se conforma con cualquier pringado de su cuerda. En ese sentido, la señora Forcadell es insuperable, pues es la Voz de Su Amo --una voz muy irritante, insisto-- y su función en el Parlament consiste en maltratar a la oposición y sacar adelante todo lo que les convenga a los suyos.
Se ha dicho que lo que está pasando en Cataluña es un golpe de Estado, pero esa definición le queda grande al cansino culebrón en que las lumbreras del PDeCat y la CUP han convertido la política local. Ayer hicimos el ridículo a conciencia y nuestro presidente, aunque en la sombra, se convirtió definitivamente en la versión pequeña, mezquina, doméstica y grotesca de Nicolás Maduro y Kim Jong-un: al que no piense como yo, que lo zurzan.
Dice el refrán que quien ríe el último ríe mejor, pero a mí me está entrando prisa por reírme un poco. Desde el marianismo, se insiste en la pachorra y en el recurso al Constitucional, pero yo empiezo a encontrar urgentes las multas, las inhabilitaciones y, tal vez, el talego. Como esos niños malcriados y tiránicos que te van chinchando hasta que no puedes más y acabas arreándoles un sopapo, nuestros nacionalistas se echarán a llorar cuando se les ponga en su sitio, pero ése será el momento de enviar a todos los gobiernos del mundo la grabación del penoso espectáculo de ayer: con semejante prueba en nuestras manos, nadie nos podrá decir que esa pandilla de idiotas malintencionados --la mezcla de estupidez y mala baba es un cóctel explosivo-- no llevaba tiempo pidiendo a gritos la bofetada.