Cuando Lluís Llach se despidió de la música, di gracias al Señor porque siempre me había parecido un plasta pretencioso y cursi. Mientras se conformaba con componer canciones de tres minutos, la cosa aún era soportable --La casa que vull era, incluso, una bonita pieza--, pero cuando empezó con las suites, con lo de Ítaca y lo de las campanades a mort, la solemnidad y la cursilería habituales se me hicieron francamente insufribles, a la par que ridículas. Me pasó lo mismo cuando La Trinca se retiró de los escenarios, pues siempre me había parecido que tenían la gracia en salva sea la parte, pero en ambos casos pude comprobar que el nuevo oficio de los jubilados les daba aún más cancha para jorobar a sus semejantes: los trincos se reciclaron en fabricantes de telebasura al por mayor y Llach se convirtió en un político fanatizado e intolerante, ofendiendo en especial a sus antiguos fans del resto de España, quienes, después de haber coreado sus canciones en directo, ahora descubrían que su ídolo siempre les había despreciado y solo quería de ellos el dinero que invertían en sus discos y conciertos.
Llach se ha convertido en un político fanatizado e intolerante, ofendiendo en especial a sus antiguos fans del resto de España, quienes, después de haber coreado sus canciones en directo, ahora descubrían que su ídolo siempre les había despreciado y solo quería de ellos el dinero que invertían en sus discos y conciertos
Reconozco que el caso de Llach y el de La Trinca son distintos. Los trincos, haciendo honor a su nombre, se han dedicado exclusivamente a lucrarse, a trincar, a forrarse a costa de los instintos más bajos del espectador televisivo. Llach, por el contrario, ha optado por la épica nacionalista y por ejercer de Pepito Grillo del independentismo: a la que te descuidas, te pega una bronca o te da una lección. O amenaza a los funcionarios, pensando principalmente en los mossos, con empurarlos si no obedecen a esa nueva legalidad catalana que Cocomocho y sus secuaces se están sacando de la manga y que piensan aprobar de la manera más subrepticia y más chunga posible.
Lo siento mucho por mis amigos del resto de España que eran fans de Llach y que ahora se sienten apuñalados en la espalda por el hombre del gorrito, pero tal vez deberían haberme hecho caso en su momento, cuando les decía que escuchasen a Sisa, Pau Riba o Ia & Batiste y pasaran de ese cursi que se las daba de sensible. Puede que, para ellos, el Llach músico y el Llach político sean como el doctor Jekyll y el señor Hyde, pero yo siempre he tenido claro que ese hombre era un peligro y una cruz, tanto para la música como para la política como para Cataluña, España y el universo mundo.