Para los nacionalistas, hay dos lugares sagrados en la ciudad de Barcelona: el Born y el Fossar de les Moreres, dedicados ambos a un solo concepto: el odio al vecino. En el Born solo se admiten exposiciones que sirvan de acompañamiento a los sagrados pedruscos de principios del XVIII, nuevas --o no tan nuevas, da igual-- vueltas de tuerca a la Guerra de Sucesión y el asedio de 1714. En el Fossar, por su parte, solo se admite la presencia de fanáticos de la independencia, a ser posible encapuchados, que manifiesten a gritos su odio a España y quemen fotos del Rey. Cualquier otra cosa que se pretenda hacer en esos dos sitios está condenada al fracaso, como acaba de volver a comprobar el ayuntamiento de Ada Colau con esa instalación artística, bien intencionada aunque un pelín simplona, obra de unos alumnos de Bellas Artes y consistente en llenar el sacrosanto espacio urbano de carritos de la compra con intención solidaria hacia los actuales desheredados de la fortuna. Ante las quejas de los guardianes de las esencias patrias, los carritos han sido retirados y el Fossar vuelve a quedar a disposición de sus legítimos ocupantes: cupaires y asimilados.
Es la segunda bofetada que se lleva la señora Colau por parte de los patriotas de piedra picada, que ya pusieron el grito en el cielo con la exposición antifranquista del Born, cuyos comisarios cometieron la osadía de profanar el entorno con una estatua ecuestre y descabezada del general Franco. Curiosamente, nadie dijo nada cuando se utilizó el sagrado recinto para unos pases de moda de la propuesta 080 hace unos años. Yo creo que ahí los esencialistas pecaron de tibieza, pues la única moda que debería mostrarse en el Born --por simple coherencia-- sería la moda catalana de principios del XVIII, que tal vez habría que declarar obligatoria en el XXI.
Hay una guerra sorda entre Generalitat y ayuntamiento por el usufructo del Born y el Fossar. O, si lo prefieren, entre dos anacronismos distintos: al Born se le paró el reloj en 1714 y al equipo de Colau en 1936
Hay una guerra sorda entre Generalitat y ayuntamiento por el usufructo del Born y el Fossar. O, si lo prefieren, entre dos anacronismos distintos: al Born se le paró el reloj en 1714 y al equipo de Colau en 1936. Y como la concepción de la cultura de Generalitat y ayuntamiento está entre lo inexistente y lo lamentable --se reduce al típico "cada loco con su tema"--, no hay quien toque los espacios sagrados. ¡Qué más quisiera uno que tomar partido por el ayuntamiento y sus exposiciones! Pero si lo único que se les ocurre es la enésima tabarra antifranquista y una instalación obvia y pelín pueril, pues resulta difícil, la verdad. Y de los otros no cabe esperar más que el cerrilismo habitual: aún recuerdo la indignación de Quim Torra cuando le cubrieron el súper mástil de la entrada con un inmenso condón durante una performance; fue como si le hubiesen mentado la madre.
Intentar ampliar la oferta museográfica del Born es una idea razonable, como la de usar el Fossar para algo más que pegar gritos y quemar fotos de borbones. Pero también es alejarlos de la única función que cumplen: ser receptáculos del odio al vecino, siniestra actividad que para muchos es un mandamiento de obligado cumplimiento.