Que unos tarugos violentos se consideren a sí mismos antifascistas no debería obligarnos a los demás a considerarlos como tales. Los antifascistas somos ustedes y yo, pero no nos parece que quemarle la moto al vecino o destrozarle el chiringo al quiosquero sea la manera más adecuada de aplastar esa lacra de la humanidad que conocemos como fascismo.
Ya propuse hace tiempo que se les prestara alguna instalación municipal en la que pudieran matarse unos a otros con comodidad y, sobre todo, sin causar daño a terceros
Por lo que se ve habitualmente en Barcelona, nuestros antifascistas están más cerca de los hooligans futbolísticos que de toda esa gente que, a lo largo de la Historia, se ha jugado la vida enfrentándose a los émulos de Hitler o Mussolini. En las recientes algaradas de Gràcia solo se ha visto intolerancia, resentimiento social y ganas generalizadas de ponerlo todo patas arriba, sin una base ideológica cabal que sustentara la revuelta. Y, por regla general, los encontronazos entre neonazis y antifascistas parecen más bien peleas de bandas por el control del territorio. Hay intolerancia y burricie en ambos lados, pero la adscripción a una ideología permite al sociópata sentirse superior al hincha de un club de fútbol.
Personalmente, no tengo nada en contra de que neonazis y (supuestos) antifascistas se zurren la badana mutuamente. Ya propuse hace tiempo que se les prestara alguna instalación municipal en la que pudieran matarse unos a otros con comodidad y, sobre todo, sin causar daño a terceros. Creo que la gente pagaría gustosa una entrada por ver cómo esos animales se dan de hostias, recaudándose así un dinerito muy necesario para las arcas del ayuntamiento. Al final del espectáculo, una dotación de los Mossos d'Esquadra podría rematar a porrazos a los que quedaran de pie, entre los aplausos enfervorecidos del respetable.
Tenemos en Barcelona dos modelos de antifascista de chichinabo. Por un lado, están los del sector Gràcia, que es como la clase de tropa, y por otro, los que van a la universidad, que es como la élite. La misión de ambos sectores es la misma: convertir su entorno en un infierno. Si los callejeros le queman la moto al vecino, los universitarios le hacen la vida imposible al profesor que les parece un fascista, quien a veces tiene que acabar dando clase con protección policial. A ambas facciones les encanta tomar posesión del territorio, ayudados por políticos pusilánimes o rectores temerosos de que se les considere poco progresistas o escasamente independentistas.
Decirle a esa gente que el antifascismo no tiene nada que ver con lo que ellos practican es una pérdida de tiempo, dada su condición de fanáticos con pretensiones. Pero tener presente que solo son unos hooligans con coartada ideológica está al alcance de cualquiera.