Apaga y vámonos, Josep Antoni
Durante más de tres décadas, Josep Antoni Duran i Lleida ha sido lo más parecido que había en la política española al dinosaurio de Monterroso: cuando despertabas, él seguía allí. Se había fabricado un personaje que le funcionaba a las mil maravillas: el hombre sensato, el político responsable, el nacionalista moderado y pactista, el estadista cabal... Y ese personaje le ha permitido ganarse muy bien la vida hasta hace cuatro días, cuando ha quedado claro que solo era eso, un personaje que, de repente, no le era de utilidad a nadie y, por consiguiente, podía ser eliminado de la obra.
Mientras estuvo coaligado con Convergència, el partido de Duran, Unió Democràtica, dio la impresión de tener vida propia, de no ser ese ente parasitario que sus enemigos veían en él, de poder sobrevivir dignamente a una posible separación del socio mayoritario en el negocio común. Pero resultó que no era así, que Unió, sin Convergencia, no era nada, no iba a ninguna parte, nadie le votaba: la superchería hábilmente mantenida durante años quedaba cruelmente al descubierto.
Tenían razón los independentistas: Unió era un parásito, no un socio de gobierno
El plan de captar a los moderados convergentes tras la conversión al soberanismo de su astuto líder sonaba razonable, pero no lo era. Sin representación parlamentaria, lo mejor que puede hacer Duran es darse por vencido y retirarse, mientras su partido debería ir pensando en la disolución, que es el destino natural de las agrupaciones políticas irrelevantes.
Los observadores nos quedamos con la imagen de una farsa largamente sostenida en el tiempo. Tenían razón los independentistas: Unió era un parásito, no un socio de gobierno. Y el fino estadista, un impostor extremadamente hábil a la hora de convencer al respetable de su propia relevancia. Líder y partido son, como tantos otros, víctimas del inmenso poder destructivo del Astut. Mientras en Convergència iban de moderados, nadie la tomaba con Unió. Cuando hubo que tomar partido, todo empezó a irse al traste y Duran se convirtió en ese mecánico que por las mañanas abrillantaba el bólido soberanista y por las tardes le echaba azúcar en el depósito. De repente, el gran estadista periférico no caía bien ni a unionistas ni a separatistas, y ya no le servía de nada su eterna ambivalencia, su sí pero no, su solemne inutilidad: el personaje arduamente construido ya no gozaba del favor del público.
Es muy triste coincidir con los independentistas, pero yo tampoco echaré de menos a Duran Lleida. Lo cual no es óbice para reconocer sus méritos: no todo el mundo puede vivir treinta años a costa de un personaje inventado y de un partido político irrelevante que actúa como si no lo fuera. Ahora resulta que el dinosaurio de Monterroso era un gran ilusionista.