La confusión introducida por los portavoces y los altavoces del independentismo desde hace una década ha acabado por despistarnos y desviarnos a todos del problema original. Con el anuncio de la proposición de ley para eliminar el delito de sedición del Código Penal esta deriva engañosa se reafirma. Dicen los impulsores y previsibles beneficiados de esta iniciativa legislativa que tal cambio permitirá una mejor solución del conflicto político catalán. Resulta difícil imaginar que la desaparición de una determinada figura delictiva ayude a resolver el histórico contencioso de insatisfacción institucional que mantiene buena parte del catalanismo político respecto de las soluciones ofrecidas por los sucesivos Gobiernos constitucionales habidos en España desde, al menos, la Segunda República.
El conflicto original es el de la integración de las ambiciones nacionales catalanas en el entramado constitucional del Estado español. Y este reto sigue exactamente igual que donde lo dejamos en 2006, que ya estaba en situación casi idéntica a la de 1932. Una disputa mayúscula sobre la que ni el alboroto de 2017, ni el juicio del Tribunal Supremo, ni el encarcelamiento de los condenados, ni el indulto, ni la desaparición del delito de sedición o la nueva redacción que se pueda dar a la malversación aportaron ni aportarán ningún avance. Igual, pero tácticamente desvirtuado.
El enredo nace de la voluntad de asimilar el conflicto verdadero con las consecuencias de una forma errónea de enfrentarlo. Esto es lo que llevan haciendo desde hace años los dirigentes independentistas. La frivolidad y la incompetencia con la que organizaron su intento de declaración de independencia, sumada a una severidad policial y judicial ahora en proceso de enmienda, les ocasionó un sinfín de consecuencias penales que ellos, hábilmente, convirtieron en la versión moderna del “problema catalán”. Sin embargo, resulta evidente que las disputas entre el independentismo y la justicia no deben equipararse con el conflicto entre Cataluña y España por el encaje institucional de ambas realidades.
Esta maniobra de usurpación de las prioridades nacionales por la urgencia de sus delicadas situaciones personales perjudica de entrada a las perspectivas del mismo contencioso histórico. El Gobierno español (el actual y cualquier otro también) está muy cómodo gestionando urgencias judiciales de los dirigentes independentistas. En primer lugar, porque necesita unos votos concretos para mantener su mayoría parlamentaria; en segundo lugar, porque los cambios legislativos en trámite se corresponden con modificaciones imprescindibles para adaptar algunos artículos del Código Penal al estándar europeo, antes de que se conozcan las sentencias pendientes de los órganos judiciales de la UE y, finalmente, porque es mucho más fácil (política y parlamentariamente) atender estas reclamaciones que pensar seriamente en una propuesta de desarrollo constitucional, pongamos federal, para satisfacer la ambición de Cataluña.
Está claro que el Estado gana tiempo y los catalanes que suspiran por solucionar el viejo litigio lo pierden. La cuestión más relevante es saber si esta desinflamación de las preocupaciones penales de los dirigentes independentistas repercutirá favorablemente en un hipotético avance en la formulación de una nueva propuesta catalana. No parece, porque hasta ahora, aun gobernando la Generalitat sin mayor impedimento, los dirigentes del independentismo han priorizado sus acuciantes situaciones judiciales a la búsqueda del consenso interno en Cataluña para avanzar en lo esencial: una propuesta catalana de futuro institucional. Incluso han monopolizado la mesa de diálogo con sus cuitas, en perjuicio del análisis de las opciones existentes para avanzar en lo colectivo.
Una propuesta que corresponde formular y avalar a todos los catalanes, a los de la mitad soberanista menguante y a la mitad creciente de los que no comparten la idea de la independencia. Sin una propuesta conjunta catalana, ningún Gobierno del Estado se sentirá seriamente interpelado para enfrentar la divergencia original entre las aspiraciones catalanas y las dificultades de un Estado unitario para interpretar la pluralidad. A menos que los dirigentes independentistas no hayan aprendido nada y sigan pensando en imponer su receta a los divergentes.