Estos días resultan cruciales para la posible instalación de una franquicia del Hermitage en Barcelona, tras muchos años de polémica entre partidarios y detractores de la iniciativa. Para unos, es incomprensible cómo se puede rechazar un museo que generará actividad y puestos de trabajo. A otros, les domina la desconfianza ante una iniciativa privada, que consideran de difícil sostenibilidad y soportada en un cuerpo artístico de dudosa calidad. A lo largo de estos lustros, también han emergido problemas urbanísticos o de incomodidad vecinal ante la previsible afluencia de visitantes.
Todo ello resulta comprensible y no dista mucho de polémicas habituales en nuestros días. Sin embargo, lo que me sorprende es el grado de autocomplacencia de las élites ciudadanas, lo que venía a conocerse como la burguesía, con la iniciativa.
La propuesta es lo que bien se dice: una franquicia del museo de San Petersburgo. Eso sí, se albergará en un edificio de diseño junto al mar. Pero, desde el punto de vista del contenido, lo que nos llegará son piezas que andarán aparcadas por algún sótano del museo o que, de hace tiempo, ya vienen circulando de un lugar a otro, pues no todas las franquicias del Hermitage han resultado satisfactorias. De alguna manera, estamos ante un nuevo edificio singular, con una gran apariencia, pero con un contenido más que relativo, como sucede con otros edificios de nuestra ciudad.
Entendería la satisfacción por acoger la franquicia en otras urbes, pero no en una Barcelona que, de siempre, se ha caracterizado, cultural y artísticamente, por una personalidad propia y diferenciada. No es aquella ciudad que, como Londres, Madrid, París, o el mismo San Petersburgo, alberga manifestaciones artísticas, extraordinarias, provenientes de todo el mundo. Barcelona es conocida por sus propias aportaciones al universo cultural. Miren los principales museos de la ciudad, o la arquitectura, y todos ellos giran alrededor de un movimiento o de una persona que nació, o se formó, en la ciudad o en alguna parte de Cataluña.
Por ello, extraña que, con todo ese legado propio, al que aún somos incapaces de sacar todo su potencial, contemplemos de manera tan autocomplaciente una franquicia muy peculiar. Seguramente, estamos ante una nueva muestra de que vivimos de inercias del pasado. De momentos en que una burguesía inquieta y comprometida alimentó el empuje, no sólo económico sino también cultural y artístico, de la ciudad y el país. Sin duda, las buenas herencias duran mucho. Pero también se acaban.