Janet Sanz, la teniente de alcalde del ayuntamiento encargada de movilidad, está haciendo lo que corresponde. Lo que le conviene a los barceloneses.

No haga caso, lector, de lo que dicen periodistas viejos y políticos jubilados que huelen a azufre y se recolocan en organismos empresariales para seguir dando la matraca hasta el juicio final. Lo que hace Janet Sanz en Barcelona está en perfecta sintonía con lo que hacen las grandes ciudades europeas. Milán con su política de strade aperta, Londres con sus Healthy streets y sus tasas por entrar en la ciudad, o París con su multiplicación de zonas peatonales y su potenciación de la “ciudad de los 15 minutos” (referidos al tiempo en que el ciudadano que se desplaza a pie puede obtener los artículos que necesita).

Para criticar a la señora Sanz se invoca a Maragall (el alcalde de los Juegos, no el Tete). Oh, Maragall restauró el legado arquitectónico modernista y convirtió Barcelona en una ciudad de gran éxito turístico. Todo esto estuvo muy bien pero la historia es una sustancia dialéctica, evolutiva y contradictoria; “morir de éxito” no es una figura retórica sino una realidad lamentable, y las fórmulas que funcionaron en su día suelen degenerar en contrafórmulas. Y así, gracias al olimpismo Barcelona se fue haciendo más desafecta para sus vecinos. Plazas duras, modernismo restaurado, precios disparados, expulsión de la juventud, impuestos por todo, felicidad del hotelero y del turista.

Un éxito apoteósico… hasta que inevitablemente colapsa, en caída precipitada por sus propias contradicciones, por el gamberrismo del procés que se ha cargado la “marca Barcelona” y por el virus del Covid. ¿Es tan difícil ver una obviedad? ¿Por qué demonios cree usted que la señora Colau es alcaldesa? Se la votó porque fue la abanderada del descontento contra ese modelo olímpico y maragalliano que se había vuelto insoportable, irrespirable. Fue la única que vio y denunció sus costuras y sus defectos.

The Economist acaba de publicar un estudio sobre doce de las principales ciudades europeas según el cual las doce están alcanzando ya los mismos niveles de contaminación del aire que padecían antes de la irrupción del coronavirus y el confinamiento de los ciudadanos que tuvo el efecto secundario de depurar el aire. Pero ya estamos en las mismas. Hacer las ciudades más respirables es un empeño de la UE: cada año mueren 400.000 europeos por culpa de la contaminación, según cifras de la OMS. Bastantes más que las que causa el Covid. Y de ahí que incluso el alcalde de Madrid, cuya campaña electoral se basó en liquidar “Madrid Central” --la reducida zona de restricción del tránsito rodado que se inventó Manuela Carmena--, inmediatamente después de asumir el poder, avisado de las multas de la CE, haya mantenido, con la boca pequeña y mirada perdidiza como de “no sé de qué me hablan”, Madrid Central.

Por cierto que eso no será suficiente para reducir las emisiones nocivas, y Europa ya ha puesto un pleito contra España, a cuenta de Madrid y de Barcelona, que nos costará muchos millones de euros. En próximos años veremos cómo las dos ciudades tendrán que tomar más medidas de protección de sus ciudadanos, por las buenas o por las malas, o sea a base de multazos. Y así se acabará con esa costumbre de ir a comprar el pan en coche.

Algunos políticos y periodistas ya entrados en años, naturalmente conservadores y cegatos ante los nuevos retos (y no me refiero a un colega de este periódico al que tengo el máximo respeto, sino a otros cuyos nombres no quiero mencionar, no estoy aquí escribiendo un argumento ad hominem), no se toman en serio la “agenda ecológica”, o sea la consideración del cambio climático, la gravedad de su problemática y la exigencia de medidas urgentes que plantea. Todo eso les parecen mariconadas, caprichitos hippiosos que frenan “el progreso”. Ellos se forraron sin necesidad de pensar ni por un segundo en el cambio climático. ¿Por qué habrían de preocuparse ahora? ¿Por qué su chófer no puede aparcar justo delante de casa?

En cambio, los técnicos, los científicos y los urbanistas se toman el asunto muy en serio. Y proponen medidas paliativas y curativas que engloban bajo el concepto de “Urbanismo táctico”. Y bien, Urbanismo táctico es lo que está haciendo precisamente la señora Sanz, mientras los conservadores se tiran los pelos de la calva. Por no hablar de los políticos defenestrados como el señor Sánchez Llibre, que después de fingir durante décadas como directivo de CiU, y por consiguiente co-responsable de la ruina de Cataluña, cuando el inventito sacacuartos ha dejado de pagarle va de racionalista al frente de Foment y denuncia los errores de la alcaldesa y de la señora Sanz. I visca Catalunya, Sanches!

(Sánchez Llibre: ya que dirigías, con Duran Lleida, un partido cristianodemócrata, cómplice de los Pujol y de sus usos y costumbres, que hubo de ser liquidado con deudas a cargo de la sociedad, recuerda que es farisaico ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. No critiques a la Sanz, que podría ser tu nieta y no ha pecado tanto como tú. Reza tres avemarías y no lo repitas. Ve en paz.)  

El veto al coche en determinadas zonas urbanas siempre ha sido recibido con desesperados gritos de alarma por los comerciantes, que luego han comprobado que al contrario de sus temores, la conversión de tal o cual calle en peatonal ha sido una bendición para sus negocios. (Pero entonces no se han oído sus voces diciendo “¡gracias!”) Empezando por Portaferrissa, en tiempos del alcalde Serra si no recuerdo mal (¡cómo lloraban los tenderos, cómo escribían cartas a La Vanguardia ante la catarata de dinero que se les venía encima!), y siguiendo por el área de Puerta del Ángel y luego Sarriá. Como todos somos muy viajados, no hace falta mencionar ejemplos de otras capitales.

En cuanto a la decadencia de Barcelona, como bien dice (no sé si a regañadientes) Javier Faus, presidente del Círculo de Economía, “Barcelona ya estaba en decadencia diez años atrás, y lo estará más si no se toman medidas, al margen de Colau o de los alcaldes y alcaldesas que pasen en los próximos años”.

Este es el marco: los procesos históricos se toman sus tiempo para manifestar sus consecuencias, y hace diez años se empezaron a detectar los síntomas degenerativos de la Barcelona Olímpica.

Creo que es de justicia en vez de criticarla elogiar a la señora Sanz: no por algunas declaraciones inoportunas o desafinadas (quien tiene boca se equivoca, y más aun si es joven), ni por la decepción política que han supuesto los Comuns con su  equidistancia en el tema del procés, equidistancia que le ha costado muchos años de recuperación a Cataluña; sino porque, al contrario que tantos gestores que en cuanto se instalan en el cargo dedican todos sus esfuerzos a no hacer nada, para no ganarse enemigos y mantenerse en la poltrona, ella se toma su misión en serio y se atreve a actuar y pisar callos.

Felicidades por su eficiente esfuerzo en la pacificación de las calles, potenciando de una manera eficaz los carriles bici seguros, segregados del tráfico automovilístico, y restringiendo el uso de otros carriles con la instalación de los bancos de hormigón.

En esto la señora Sanz hace en Barcelona, lo repetimos, lo mismo que se hace en todas las grandes ciudades: probar, tantear qué sucede si se cierra aquí o allá el paso de los coches.

Algunos estetas le reprochan la supuesta fealdad de esos bancos que ha esparcido por las calzadas. Pero esta clase de críticas es tan solvente como la de los fachas que se quejan de que las luces callejeras en Navidad no brillan lo bastante, o de que el pesebre en la plaza Sant Jaume no es decoroso.

Esos bancos, pesados paralelípedos de hormigón que podrán ser desplazados cuando convenga (urbanismo táctico), son funcionales, sin pretensiones, baratos, y, lo mejor de todo: están libres de cualquier tentación decorativa que, vistas como están las cosas, sería una frivolidad. O algo peor.

No tenemos nada contra Gaudí y sus pastelitos, pero ahora no estamos para tonterías. Harto de virutas y arabescos, Adolf Loos, pionero de la arquitectura moderna, postuló que “el ornamento es delito”.

Es un delito que esos honestos bancos no cometen. Yo los veo como réplicas del monolito negro que transmitió la inteligencia a nuestros antepasados en 2001, una odisea del espacio. Y cada vez que veo uno, me alegro: no hay nada en ellos que me ofenda.

Se le reprocha a la señora Sanz hasta los colores de las pinturas en el asfalto para distinguir las áreas de circulación a pie, en coche o en bici. Parece que es un gran pecado colorear el asfalto: parece que el gris es sagrado. Vaya por Dios, quién lo hubiera dicho…