Hace pocas semanas se anunció la lista de restaurantes galardonados con las famosas distinciones de las estrellas de la Guía Michelin.

España, con sus diferentes territorios, se mantiene dentro del top ten mundial de países con mayor número de establecimientos reconocidos. Sin embargo, la reflexión surge al observar la lista de ciudades con más estrellas.

Podría pensarse que París ocupa el primer lugar: al fin y al cabo, Francia fue la creadora de la guía en 1900, inicialmente gratuita para automovilistas como promoción de sus neumáticos, y la clasificación de restaurantes no apareció hasta 1926, con las categorías definidas en 1931. Pues bien, no es así: París ocupa la segunda posición. Su situación, junto a Londres (5ª posición) y Nueva York (7ª posición), refleja una realidad interesante: las principales ciudades gastronómicas actuales se concentran en Asia.

Japón —con Tokio, Kioto y Osaka—, junto a Hong Kong, Singapur y Shanghái, lidera claramente la lista mundial. Estos datos coinciden con una reflexión que hizo hace años Ferran Adrià sobre la evolución de las cocinas de Francia, China y Japón: sus técnicas, riquezas expresivas y minimalismos, especialmente estos últimos.

Hasta el siglo XVIII, la cocina francesa fue una de las más sofisticadas. Con la desaparición de la monarquía, los cocineros reales trasladaron el saber gastronómico de la corte a las ciudades; la nueva burguesía asumió el coste de mantener ese legado, y durante más de 200 años se consolidó una tradición extraordinaria.

En China, la tradición culinaria imperial también se pierde con la desaparición del sistema de los emperadores en la primera mitad del siglo XX, y no reaparece hasta finales del mismo con los cambios políticos y sociales.

Japón, en cambio, nunca ha perdido la continuidad de la herencia ligada a su matriz imperial: sus tradiciones y formulaciones siguen vivas y son hoy fuente de inspiración para una gran parte de la alta cocina universal.

La imagen de la cocina china o japonesa que vemos en nuestras ciudades poco tiene que ver con su realidad auténtica: ambos países poseen cocinas tan sofisticadas —o incluso más— como las mejores expresiones occidentales. Si el mundo gira hacia Asia, también lo hace su cocina. Las noticias positivas son varias.

Una es que la cocina de inspiración asiática está impregnando nuestro mundo gastronómico. Otra es que España, y especialmente Cataluña, supieron recoger a tiempo los vientos que llegaban desde Francia. Ferran Adrià en un primer estadio y los hermanos Roca posteriormente y todos sus discípulos —sin olvidar la importantísima aportación vasca— fueron fundamentales para impulsar una transformación profunda que nos permitió desarrollar una identidad culinaria propia, hoy reconocida universalmente.

Tampoco podemos olvidar la aportación del continente americano a las cocinas, de la patata, el chocolate, los pimientos, el tomate… imprescindibles hoy en todas las cocinas caseras y de restaurantes. Ese reconocimiento también se apoya en el trabajo silencioso de tantas gastrosabias, en la cocina del día a día, en las cocinas maternas, donde se ha preservado un saber ancestral basado en el hacer cotidiano.

Con todos los respetos y sin ánimo de ofender: en este país se come muy bien. Debemos seguir aprendiendo siempre, pero también podemos enseñar.