Los votantes suelen pensar que su decisión electoral es fruto de una reflexión racional. Sin embargo, cada vez más estudios indican que nuestro subconsciente tiene mucho que decir. La educación, los valores, los eslóganes e incluso los colores que utilizan los partidos activan códigos emocionales que influyen más de lo que nos gusta admitir.
Estamos acostumbrados a asociar determinados colores con determinadas ideologías sin preguntarnos demasiado de dónde surgen estas correspondencias ni por qué el rojo se ha convertido en el color del socialismo o el azul en el de la derecha conservadora. ¿De dónde viene exactamente este código cromático? ¿Y hasta qué punto los estrategas políticos son realmente conscientes de ello?
Un origen muy antiguo
La vinculación entre colores y colectivos humanos es muy anterior a los partidos políticos. En la Antigüedad, los colores servían para identificar ejércitos, jerarquías, gremios o religiones. Era una cuestión de supervivencia: en el campo de batalla había que saber rápidamente quién era amigo, quién era enemigo y a qué regimiento pertenecías.
También reflejaban estatus: en la antigua Roma, los magistrados llevaban la toga púrpura; en la Edad Media, la heráldica y las cofradías codificaban identidades familiares, religiosas o profesionales. Esta asociación entre color e identidad es profunda y persistente.
Cuando los colores se politizan
A partir de los siglos XVII y XVIII, los colores empiezan a identificar facciones políticas. Durante las revoluciones del siglo XIX, el rojo pasa a simbolizar el movimiento obrero. No es casual: en la Europa medieval, la bandera roja ya designaba revuelta o emergencia; la burguesía francesa había monopolizado los tricolores; y el rojo había quedado asociado a las movilizaciones populares.
El azul, en cambio, evocaba estabilidad, orden e institucionalidad. El verde remitía a la tradición cristiana. Y el amarillo, que en otras culturas es positivo, arrastraba en Europa una carga simbólica negativa, utilizado como marca de exclusión para colectivos estigmatizados.
El siglo XX y el orden cromático contemporáneo
En el siglo XX, los códigos se consolidan:
-Rojo para socialistas y comunistas.
-Azul para conservadores.
-Verde para agrarios y ecologistas.
-Negro para fascistas y, en un giro histórico, también para cierto anarquismo.
Con la profesionalización del márketing político, entre los años 70 y 90, los partidos europeos refuerzan estos colores tradicionales y ocupan los espacios simbólicos disponibles. El naranja se extiende entre partidos de centro y democristianos, mientras que el amarillo se asocia al liberalismo en varios países.
La llegada de la democracia
La Transición española adopta este mapa cromático europeo:
-Convergència apuesta por el azul y el amarillo, combinando liberalismo e identidad nacional.
-La UCD empieza con el verde y evoluciona hacia un naranja más discreto.
-ERC abraza el amarillo, coherente con la senyera.
-La CUP se queda con el negro y un amarillo de origen poco definido.
-Ciudadanos irrumpe con el naranja intenso.
-Podemos, con el morado diferenciador.
Y llegamos a los nuevos partidos catalanes y a las próximas elecciones
Aquí es donde la cosa se pone interesante --y donde vuelve la duda inicial: ¿realmente hay una reflexión profunda detrás o los colores se eligen porque “quedan bien”?--.
Además de los tradicionales PSC y PP, Aliança Catalana, la sorpresa ascendente, ha optado por un azul propio, distinto del conservador clásico. Pero sorprende que no incorpore ningún otro color, cuando buena parte de la nueva derecha europea está virando hacia paletas más cuidadas para suavizar la imagen y ampliar votantes. Si quiere disputar el espacio de Junts y ERC, quizá un toque cromático adicional no le iría mal para rebajar agresividad y ampliar su alcance emocional.
Junts, en cambio, para diferenciarse de la antigua CiU, escogió un turquesa pensado para transmitir renovación, profesionalidad y un aire tecnológico y optimista. Pero el resultado final es… discutible. Entre “tercera equipación de un equipo de fútbol que ya no sabe qué inventar” y “verde hospital”, cuesta no preguntarse si el proyecto nació resfriado o se ha ido constipando con el tiempo. Con la saturación actual de los CAP, no vaya a ser que alguien confunda su sede con un centro médico recién inaugurado. Se empieza con un verde hospital y se acaba haciendo cordones sanitarios.
Según las encuestas recientes, el amarillo de ERC y de la CUP podría no ser suficiente para contener el ascenso de Aliança Catalana. Quizá, ahora que algunos dirigentes de ERC parecen preferir un frente de izquierdas amplio más que la batalla por la independencia, les tocaría reforzar el rojo --pero no el de las cuatro barras, sino uno más intenso y de impacto sorprendente--. Porque no olvidemos que el amarillo también se ha asociado a la traición --traición que algunos independentistas les reprochan--.
La CUP quizá debería replantearse abandonar el negro revolucionario, dado que en diez años solo ha lanzado una zapatilla, bloqueado la presidencia de Mas y sus juventudes “revolucionarias” han atacado a un anciano en un acto político de otro partido. Sus votantes, si quieren más marcha revolucionaria, según las encuestas la van a buscar en otras formaciones.
El poder de los colores en política
Los colores siguen transmitiendo mensajes potentes, a menudo más que los eslóganes e incluso más que los programas. Las emociones que despiertan son inmediatas y, en muchos casos, inconscientes.
Por eso, una elección cromática acertada puede reforzar un proyecto político. Una mal escogida puede confundirlo, diluirlo o contradecirlo.
En un momento en el que la imagen política es más relevante que nunca, los colores no son un detalle menor. Son, de hecho, una de las primeras declaraciones de intenciones que un partido hace al mundo.
