La Generalitat de Catalunya ha decidido que pensar es una actividad prescindible. Su última campaña institucional lo resume con una frase tan rotunda como intelectualmente indigente: "Si sembla violència masclista, és violència masclista". No hace falta razonar, ni comprobar, ni distinguir. Basta con que lo parezca. El dogma ya está servido.
Conviene decirlo desde el principio para evitar el chantaje moral tan habitual: nadie discute la existencia ni la gravedad de la violencia machista. Precisamente por eso resulta alarmante que se combata desde la propaganda simplificadora y no desde el rigor jurídico y moral. Porque una cosa es proteger a las víctimas y otra muy distinta es suspender los principios básicos del derecho en nombre de una causa supuestamente indiscutible.
La frase es reveladora de una forma de pensar. No se nos dice qué es la violencia machista, sino cómo debemos percibirla. Entramos así en un terreno resbaladizo donde la subjetividad se convierte en criterio absoluto y la sospecha en sentencia anticipada.
Pero hay algo todavía más preocupante: se trata de una campaña profundamente desafortunada incluso para el objetivo que dice perseguir. Al repetir de forma institucional el mantra ramplón del "yo sí te creo, hermana", no se refuerza la lucha contra la violencia machista, sino que se la empobrece intelectualmente. Se confunde apoyo con credulidad automática y empatía, con renuncia a cualquier contraste de los hechos.
Este planteamiento no protege mejor a las mujeres; las instrumentaliza y victimiza, incluso la infantiliza. Las convierte en un símbolo moral incuestionable, cuando lo que necesitan es justicia eficaz, procedimientos garantistas y credibilidad social basada en la verdad, no en el eslogan. Una causa justa no se fortalece anulando el juicio crítico, sino todo lo contrario.
En el fondo, el mensaje encierra una desconfianza radical hacia la ciudadanía. El poder no apela a la responsabilidad ni al criterio personal, sino al reflejo condicionado. “Si te parece, es”. Punto final. No hay matices, no hay contexto, no hay posibilidad de error. Y, por supuesto, no hay presunción de inocencia, ese engorro liberal tan poco compatible con las nuevas pedagogías morales.
Esta lógica no es nueva. Forma parte de un progresismo identitario que confunde la política pública con la reeducación ideológica. El Govern no informa ni previene: adoctrina. Y lo hace desde una superioridad moral que se arroga el monopolio de la verdad y del bien. Quien duda, discrepa o simplemente pregunta, queda automáticamente bajo sospecha.
El problema es que, al rebajar el concepto de violencia hasta hacerlo depender de la mera apariencia, se termina por vaciarlo de contenido. Todo puede ser violencia y, por tanto, nada lo es con precisión. Las víctimas reales --las que sufren agresiones físicas, amenazas, coacciones-- acaban diluidas en un discurso grandilocuente que confunde gravedad con retórica.
La Generalitat haría bien en recordar que el Estado de derecho no se construyó para sustituir el juicio por la consigna, ni la razón por la adhesión emocional. Las causas justas no necesitan dogmas, sino ciudadanos responsables, capaces de distinguir, ponderar y exigir pruebas. Porque cuando una institución enseña que basta con que algo parezca para que sea, no está educando en la igualdad ni en la justicia, sino en la renuncia al criterio propio.
