La política española se encamina hacia un final de ciclo.
Si Pedro Sánchez no logra aprobar los presupuestos tras las Navidades —algo cada vez más complicado—, el adelanto electoral en primavera dejará de ser una idea especulativa para convertirse en la única salida razonable a una legislatura exhausta.
El Gobierno intentará presentar esas cuentas expansivas rechazadas como su gran bandera social frustrada por las Cortes, pero el trasfondo es más crudo: sin presupuestos no hay mayoría y sin mayoría no hay relato.
La cuestión clave es por qué ahora y no antes. Sánchez ha sobrevivido hasta ahora sin nuevas cuentas, equilibrando geometrías variables con habilidad. Pero hoy el suelo parlamentario se ha vuelto directamente intransitable.
La cerrazón de Junts, enredado en su estrategia de supervivencia frente al auge de Aliança Catalana, y la visceralidad destructiva de Podemos, que actúa ya más como adversario interno que como socio, hacen inviable mantener la ficción de una mayoría siquiera episódica.
El Gobierno vive en una agonía política, reducido a gestionar el día a día sin horizonte legislativo y con un Parlamento convertido en campo de minas.
En paralelo, el Gobierno ha cerrado con los sindicatos un acuerdo de subida salarial del 11% hasta 2028, con un primer tramo del 2,5% retroactivo que se abonará en diciembre junto a los atrasos, lo que agrandará la paga navideña para millones de empleados públicos. Medida justa, sin duda, pero cargada de intención política: en vísperas del naufragio presupuestario, permite exhibir un compromiso tangible con el Estado social.
En política, los tiempos nunca son inocentes, y esta decisión forma parte de un marco narrativo que ya huele a precampaña.
Sánchez, que domina el arte de convertir un revés en oportunidad, intentará elevar el rechazo de los presupuestos al rango de plebiscito sobre el bloqueo parlamentario. Su argumento será simple: las cuentas eran el proyecto; quienes las tumbaron son los responsables del parón. Además, otro argumento para el adelanto electoral es que el presidente conserva un activo nada menor: la economía.
Con un crecimiento superior al europeo y un mercado laboral resistente, puede presentarse no como un mandatario acorralado por las circunstancias, sino como alguien que elige el momento de consultar a las urnas antes de que la parálisis parlamentaria sea insoslayable, los escándalos continúen erosionándole, o pase el momento de sacar rédito a la sentencia del Supremo contra el ex fiscal general, lo que ha dado sin duda munición al sanchismo por la forma como se ha producido.
Un adelanto en primavera permitiría al PSOE recomponerse del previsible desastre en Extremadura, cerrar filas y recuperar la iniciativa tras meses de desgaste. Mantener viva la legislatura sin presupuestos, por el contrario, lo condenaría a una lenta descomposición, atrapado entre vetos parlamentarios, casos turbios y un clima social enrarecido.
Por eso, si las cuentas naufragan del todo, el anticipo electoral sería un repliegue obligado. La mayoría ya no existe, la capacidad de iniciativa se ha evaporado y la corrupción periférica empieza a empañar al núcleo del poder.
Queda por ver si la ciudadanía, fatigada por los tacticismos y alarmada por la degradación del clima político, otorgará a Sánchez una nueva oportunidad. Pero hoy, todas las señales —parlamentarias, económicas y éticas— apuntan a que la primavera electoral es ya algo más que un rumor: es la salida que el propio Gobierno empieza a preparar en silencio.
