Bitcoin vuelve a ocupar titulares por su caída reciente, un retroceso que algunos han interpretado de nuevo como el principio del fin de las criptomonedas. Pero conviene analizar la situación con perspectiva, particularmente con un activo tan singular, tan diferente del resto del universo cripto (altcoins y stablecoins).

Más que una “crisis” en sentido estricto, lo que estamos presenciando es una fuerte corrección desde sus máximos (los 126.000 dólares alcanzados el pasado 6 de octubre) en medio de un contexto macroeconómico profundamente inestable, marcado por niveles históricos de deuda pública y déficits persistentes. En ese escenario, bitcoin podría salir reforzado. No se trata en ningún caso de ser “criptocreyentes”, sino de analizar el fenómeno con distancia y rigor.

La dimensión del endeudamiento público en muchas economías avanzadas es hoy difícilmente sostenible. Italia alcanza un 138,3% del PIB; Francia, en torno al 115,8%; y Bélgica, aproximadamente, el 106,2%. A estas cifras europeas se suma el caso de Estados Unidos, cuya deuda pública supera los 36,5 billones de dólares, alrededor del 125% de su PIB.

Estos niveles, que hace décadas habrían provocado alarma inmediata, parecen haberse normalizado, pero sus consecuencias siguen siendo profundas: menor margen fiscal, presión sobre el gasto público, riesgo de subidas impositivas y vulnerabilidad frente a tensiones financieras globales.

En este contexto, bitcoin gana. No porque esté destinado a sustituir a las monedas nacionales ni porque represente un sistema perfecto, sino porque opera con una lógica distinta: no depende de gobiernos altamente endeudados ni de bancos centrales que pueden expandir la base monetaria según convenga.

Su oferta limitada y su funcionamiento descentralizado lo convierten en un activo difícil de manipular desde el poder político. Precisamente por eso, y aunque hoy su volatilidad sea excesiva para considerarlo un auténtico activo de reserva —como sí lo es el oro—, no es descabellado pensar que con el tiempo y la maduración del mercado podría acabar desempeñando esa función, con todas sus peculiaridades.

Esto no significa ignorar los factores coyunturales que explican la caída reciente de su precio. La incertidumbre monetaria en Estados Unidos, las tensiones geopolíticas, la reducción de liquidez global, las ventas masivas de posiciones apalancadas y los movimientos de grandes tenedores (las llamadas “ballenas”) han amplificado un retroceso que, en gran parte, responde a dinámicas financieras comunes a otros activos de riesgo.

Pero estos episodios no invalidan los fundamentos a largo plazo, del mismo modo que las fluctuaciones bursátiles no determinan la desaparición de un sector económico.

Lo verdaderamente relevante es que la fragilidad de las monedas fiat —no ya hipotética, sino explícita en sus niveles de deuda— abre un espacio para activos alternativos que no dependan de la solvencia estatal. Bitcoin aún está lejos de consolidarse como refugio estable, pero sus fundamentos técnicos, su escasez programada y su independencia institucional lo sitúan en una posición singular.

Su volatilidad es aún una barrera importante, pero no necesariamente permanente: otros activos, incluido el oro, atravesaron periodos de enorme inestabilidad antes de consolidarse como reservas de valor universales.

La pregunta, en suma, no es si bitcoin está en crisis, sino si las monedas fiduciarias podrán evitar una crisis propia. Y ante esa incertidumbre, no sorprende que algunos vean en bitcoin no una respuesta definitiva, pero sí una alternativa posible en un futuro que se adivina más incierto que nunca.