Como cuando Hamlet se planteaba el dilema existencial entre la acción y la inacción, entre la vida y la muerte, así nos encontramos los ciudadanos ante una de las instituciones más importantes de nuestro Estado de derecho: la Fiscalía General del Estado; y ante ella ¿qué hacer? Fiarse o no fiarse, esa es la cuestión.

Al margen de la calidad humana de las personas que ocupan puestos de responsabilidad --cosa que en modo alguno juzgo--, lo cierto es que me parece inaceptable que el máximo responsable de una institución como es la Fiscalía General del Estado se haya obstinado en aferrarse al cargo so pretexto de que su obligación era “defender la institución”, y que por ese motivo no podía dimitir.

La verdad es que no se me había ocurrido que pudiera esgrimirse semejante excusa, pero es innegable que es tan buena como aquella otra de “esto no es lo que parece”. 

La cuestión es que finalmente el Tribunal Supremo ha considerado que el fiscal general del Estado ha cometido el delito de revelación de datos reservados, tipificado en el artículo 417 del Código Penal.

Evidentemente, se trata de una condena sin precedentes en nuestro Estado de derecho, que abona la esperanza para los que seguimos creyendo en la justicia, por más que tiene las deficiencias que todos sufrimos habitualmente, como pueda ser su lentitud, que en ocasiones --por lo prolongado de un proceso-- deriva en injusticia.

Pero lo escandaloso del asunto es el intervencionismo del Gobierno, que se ha lanzado en tromba contra el Tribunal Supremo, y si bien dicen acatar la sentencia, no se cortan en realizar una irrespetuosa crítica carente de fundamento.

Imagino que no saben muy bien qué significa el verbo “acatar”, porque las manifestaciones que han realizado utilizando términos como “injusto”, “indecente”, “escandaloso” y una retahíla más de adjetivos descalificativos hacia los magistrados del alto tribunal no parece muy compatible con dicho verbo, que no es otro que aceptar con sumisión. 

El hecho de que el fallo se haya adelantado no es ninguna irregularidad, sino simplemente una muestra de que tras el juicio oral la mayoría del tribunal tenía clara la existencia de indicios suficientes para fundar una condena, y que --dado que la presidenta de la sala no estaba de acuerdo con la mayoría-- había que proceder al cambio de presidencia, como prevé la ley, y un cambio como el que se tenía que producir hubiera sido especulativo. Adelantando el fallo se trataba de evitar las especulaciones y la filtración del mismo. 

Es absolutamente preocupante que se trate de vilipendiar a los magistrados del Tribunal Supremo que han votado a favor de la condena por sus presuntos ideales políticos. Ideales que imagino tienen igualmente los magistrados del Tribunal Constitucional absolviendo a los responsables de los ERE de Andalucía.

Lo que es incoherente es que cuando al Gobierno y a sus socios les satisfacen los fallos judiciales, la ideología política no sale a pasear, mientras que cuando no les gusta, les falta tiempo para tratarlos de “jueces golpistas” o de “fascistas” directamente.

Debería llamarnos la atención a todos los ciudadanos la falta de respeto del Gobierno a las instituciones y a la judicatura.

Y debería llamarnos la atención que los partidos de coalición del Gobierno hagan una crítica encarnizada sobre la sentencia, alegando una presunta existencia de indicios débiles y de una condena sin pruebas, un acto de mayúscula hipocresía que denota nuevamente que prima su interés de aferrarse al poder, toda vez que aún no se ha publicado y en consecuencia toda crítica es infundada y, por tanto, improcedente. 

Pero lo triste es que nos hemos acostumbrado. Lo cierto es que los partidos de coalición son conscientes del precio electoral que tiene esta condena, y también saben que la única forma de seguir en el Gobierno es no bajar del carro del partido que milita el presidente de nuestro país.

Por lo tanto, si hay que salir en tromba, se sale; si hay que llamar a ocupar las calles, se hace, que más vale ponerte mil veces rojo que una colorao, ¿o era al revés? 

Llegados a este punto de enfrentamiento tan poco sano, quizás sería conveniente parar y tomar perspectiva de las cosas.

Si nos vamos al origen de esta condena, resulta que no fue otra que la filtración a la prensa por parte del fiscal general del Estado del intercambio de correos entre el letrado de la defensa de un ciudadano --sin cargo político alguno-- que lo único que ha hecho ser novio de, y el fiscal con el que estaba tratando el asunto penal que le afectaba.

Es incomprensible que filtrar dicha información a la prensa con tanta premura fuera necesaria para que la fiscalía cumpliera con su obligación, que es precisamente defender la legalidad, lo cual no es predicable del proceder que siguió.

Este esperpento llega a su fin como era de prever. Y quien no entienda el anticipado fallo del Tribunal Supremo, o bien ignora que en derecho penal, además de las pruebas importan los indicios, o bien solo le parecen bien las sentencias que favorecen sus egoístas intereses políticos.

Esperemos la nueva fiscal general del Estado se aparte del servilismo político y empiece a reparar el enorme daño causado a la institución y la lamentable imagen que se ha dado de nuestro país.