En los últimos días, una gran parte de nuestro futuro como humanidad se debatía en Belém, a las puertas de la Amazonía, un lugar que evidencia la situación crítica de los bosques tropicales, ecosistemas fundamentales para el equilibrio climático mundial, los cuales están sufriendo una destrucción sistemática.
Allí se celebró la COP30. Lamentablemente con un impacto mediático insuficiente y ante la preocupante indiferencia de buena parte de la sociedad, que aún no ha asumido, con plena conciencia, la gravedad del cambio climático y el peligro que entraña el aumento de la temperatura planetaria.
Frecuentemente, pienso que la intoxicación informativa a través de las redes sociales, impulsada por intereses ocultos y bots, condiciona cada vez más la vida de las personas cambiando la realidad, como es en el caso del cambio climático, al ocultar los problemas reales y sustituir verdades científicas por bulos repetidos, que acaban calando en el pensamiento colectivo y moldeando sus acciones.
De hecho, analizando diversos informes se estima que entre un 10% y un 30% de cuentas o publicaciones en redes pueden venir de bots, si bien en escenarios de desinformación o temas sensibles ese porcentaje puede subir mucho más, un porcentaje elevado que tiene además una gran capacidad de influencia al amplificar ciertos mensajes, pudiendo distorsionar debates y potenciar campañas de desinformación.
Tras días de negociaciones, no todas ellas con la transparencia requerida, concluyó la COP30 con un balance ambivalente. Pese a los avances en algunos frentes, persisten profundas divisiones en la gobernanza climática global.
En el texto final no se hace mención explícita al petróleo, el gas o el carbón (combustibles fósiles), a pesar de que muchos países reclamaban una hoja de ruta para su eliminación.
En ese sentido, aunque se han logrado progresos destacables, por ejemplo, en financiación y adaptación, no se ha avanzado lo suficiente en las causas básicas del problema climático.
La necesaria hoja de ruta hacia una transición justa que termine con los combustibles fósiles no pudo concretarse; la oposición de Estados productores y de grandes economías emergentes bloqueó un consenso.
Las tensiones geopolíticas y los intereses divergentes entre países han frenado un avance real para frenar primero y eliminar después el uso de energías fósiles y la deforestación sistemática.
No obstante, un gran logro ha sido el reconocimiento formal del concepto de transición justa, con el compromiso de apoyar a las comunidades y a los trabajadores que dependen de los combustibles fósiles durante la reconversión hacia una economía descarbonizada. Además, se triplicó la financiación para adaptación climática.
Otro hito de la COP 30 es el lanzamiento del fondo Tropical Forests Forever Facility (TFFF) (“Bosques Tropicales para Siempre”), que establecerá pagos a largo plazo por la conservación verificada de bosques tropicales.
También se reforzó el mecanismo de compromisos voluntarios por parte de actores estatales y no estatales, gobiernos subnacionales, comunidades indígenas y empresas para proteger la naturaleza.
A pesar de estos avances, la COP30 no ha logrado alcanzar los acuerdos necesarios para dar el salto cualitativo imprescindible para no sobrepasar el límite de 1,5 ° de calentamiento.
La ausencia de un consenso sobre la eliminación de los combustibles fósiles y la falta de una hoja de ruta vinculante relega el acuerdo a un terreno de compromisos voluntarios, con consecuencias potencialmente catastróficas, especialmente para las poblaciones más vulnerables.
Ahora, en la pos-COP30, huir de la complacencia no es una opción, es imprescindible una llamada colectiva a la acción.
La COP 30 nos recuerda que la protección de los bosques y la justicia climática no son causas lejanas: está en juego nuestra vida, nuestra salud y el futuro de las próximas generaciones.
Si permitimos que la inercia política, los intereses económicos y la manipulación sistemática de la información, con el apoyo de las redes sociales y la IA, sigan paralizando decisiones valientes, condenaremos a las generaciones presentes y futuras a pagar un precio muy alto.
La responsabilidad recae sobre todos: ciudadanos, con nuestro estilo de vida y nuestro voto; instituciones, asumiendo compromisos a través de sus directivos; empresas, equilibrando beneficios presentes y a largo plazo; y a los gobiernos, pensando estratégicamente en el futuro de sus sociedades.
No basta con prometer soluciones; debemos hacer que se materialicen.
Hemos de asumir, viendo las evidencias palpables en todas partes, que lo que está en juego es demasiado grande para permanecer en silencio o mirar hacia otro lado. Recordando que el reloj no se detiene y la naturaleza no negocia tratados, la pregunta que flota es clara: ¿dónde y cuándo daremos finalmente el salto?
