En una entrevista concedida en sus años crepusculares, cuando ya había sido nombrado uno más de los inmortales de la Académie, Jean-François Revel (1924-2006), periodista y escritor, explicó Mayo del 68, uno de los mitos de la izquierda después de la segunda guerra mundial, como “una de esas ideas ficticias que describen el pasado mucho más represivo de lo que fue con el fin de presentar el presente como más revolucionario de lo que parece”.

La observación es prodigiosa y se presta a múltiples aplicaciones, entre ellas sirve para desvelar el sentido (político) último que tiene la conmemoración por parte del gobierno de PSOE y Sumar de la muerte de Franco, dictador y generalísimo –los superlativos se prestan a la ironía por la exageración– de una España que hace ahora medio siglo dejó de existir. El pasado alumbra secretamente el presente, pero no siempre lo hace para arrojar luz sobre la verdad. También se usa para fijar determinadas mentiras.

La primera es identificar a toda una sociedad –la española, que fue la principal víctima de Franco– con un determinado régimen, como si existiera una equivalencia exacta entre España y los hábitos del bando golpista. El independentismo catalán acostumbra a repetir con vehemencia este vínculo (falso) para ligar la España del presente con la dictadura del pretérito, obviando que al franquismo no le bastó ganar la Guerra Civil para someter a los españoles. Necesitó prolongarla hasta su final para prevalecer.

¿Cómo es posible que una sociedad que sufrió la falta de libertades durante décadas pueda ser identificada, ya en plena democracia, con quienes las prohibieron? Es inexplicable, aunque acaso, además de mala fe, en tal asociación resida el sueño húmedo del totalitarismo soberanista: ahormar la complejidad de la realidad a sus deseos.

Lo mismo que hizo el franquismo –someter a todos los ciudadanos a su modelo de adoctrinamiento social a través de leyes basadas en la obligación arbitraria y en la discriminación– es lo que persiguen Aliança Catalana, que continúa disparada en las encuestas, los exconvergentes de Junts o los republicanos de ERC, con la aquiescencia tácita –y a veces hasta cínica– de una parte del PSC.

De ahí que estos actos de conmemoración por la muerte del dictador, organizados asombrosamente por un Gobierno que es genéticamente sectario, además de una anomalía similar a la que supondría que la Alemania del presente conmemorase el suicidio de Hitler en el oscuro búnker de Berlín, o en Italia se resucitase institucionalmente a Mussolini, puedan leerse como un sarcasmo.

Una sociedad no debe olvidar nunca su pasado –un tiempo constante que reverbera sin cesar en el ahora, como sucede en el caso de los individuos: ninguno de nosotros podría respirar si no hubiéramos nacido en el pretérito–, pero no está obligada a dejar de ser crítica con su hora porque el tiempo cumplido fuera peor.

Es como si la idea de progreso, un anhelo de los seres humanos, se convirtiera en la celebración del estancamiento o, en vez de esperanza, tuviéramos que contentarnos con la resignación y la aceptación de lo que no nos gusta.

Del futuro que a todos nos espera –la muerte– no podemos huir; pero del pasado, sobre todo del ajeno, y especialmente cuando se usa para evocar una discordia sangrienta, podemos borrarnos si así lo decidimos. Basta seguir una ley natural: el sentido común. Ningún hijo está atado, salvo durante un periodo de su vida, a su familia. Los nietos no tienen responsabilidad alguna por los pecados de sus abuelos ni los hijos pueden sentir mucho orgullo por los logros (y las catástrofes) de sus progenitores. Estos actos no conscientes o voluntarios. Son la herencia de la lotería del azar.

Nadie elige el sitio ni la patria donde nace, pero sí puede decidir dónde estar. La España oficial debería de dejar de mirar obsesivamente al pasado para salvar su presente. Honrar el recuerdo de los muertos de ambos bandos no obliga a replicar sus guerras, ni a asumir sus ideas; tampoco exige aceptar sus actos. La memoria inteligente no es –ni puede ser, como plantea la izquierda con el anhelo de curar sus heridas y reescribir la historia– un relato fidedigno de la verdad. Únicamente es un espejismo sentimental.

Nuestro pretérito, si se conoce a fondo y de verdad, lo que nos está diciendo es que, tras el paréntesis (imperfecto) de la Santa Transición, caminamos desde hace un cuarto de siglo hacia lo peor de nuestro pasado: la vieja grieta de la España de los dos bandos, donde aquellos que denuncian el odio son los primeros que lo practican y quienes hablan de paz no dejan de manipular la desgracia ancestral de nuestra contienda (in)civil para así estrechar el camino de la libertad.