Las revelaciones de la trama Koldo-Ábalos-Cerdán obligan a afrontar una verdad incómoda: en España, la connivencia entre grandes constructoras y poder político no es un accidente, sino una constante que sigue reproduciéndose. Según la investigación de la UCO, Servinabar, una empresa vinculada al exsecretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, habría cobrado alrededor del 2% de las adjudicaciones obtenidas por Acciona Construcción, hasta convertir esa relación en su principal fuente de ingresos.
La imputación de exdirectivos de Acciona por presuntos amaños de obra pública sitúa a la compañía en un escenario que, más allá de las responsabilidades que determine la justicia, desprende un olor rancio a prácticas que creíamos superadas. El grupo intenta capear el temporal con la cotización bursátil hundiéndose, en medio de una investigación interna sobre los contratos bajo sospecha y con dudas de grandes inversores sobre el gobierno corporativo de la compañía. No es precisamente la imagen de una empresa modélica.
Los investigadores cifran en cientos de miles de euros las presuntas mordidas asociadas a contratos adjudicados durante la etapa de José Luis Ábalos como ministro de Transportes. Y resulta llamativo que, pese a la gravedad de los indicios, en ocasiones los poderes públicos actúen con una deferencia sorprendente hacia las grandes empresas: se limitan a requerimientos incompletos o dan por buenas investigaciones internas de sus departamentos de compliance cuyo alcance real desconocemos. Esa tibieza institucional alimenta la percepción de que las constructoras operan en un terreno donde la sanción es improbable y el castigo, en el peor de los casos, simbólico.
Lo de estos últimos días, además, cuenta con un precedente contundente. En el caso Palau de la Música, otra empresa gigante de las infraestructuras, Ferrovial, fue condenada por financiar ilegalmente a CDC, con 6,6 millones de euros, a cambio de adjudicaciones de obra pública. Tras los indicios y las sospechas, llegaron las pruebas: comisiones encubiertas bajo la forma de patrocinio cultural. Ese caso debería haber funcionado como un cortafuegos definitivo. Sin embargo, lo que observamos ahora sugiere lo contrario: las dinámicas entre empresa contratista y políticos corruptos no se han extinguido.
Esa continuidad es seguramente el resultado de otro factor: la insuficiencia del marco sancionador español para castigar de forma real a las empresas corruptoras. Aunque el Código Penal contempla la responsabilidad de las personas jurídicas, las multas rara vez son proporcionales al tamaño de las grandes constructoras ni al beneficio obtenido con los contratos. Las inhabilitaciones para contratar con la Administración —la medida verdaderamente disuasoria— se aplican con cuentagotas, y casi nunca afectan de manera sostenida a los gigantes del sector. La Ley 2/2023 introduce multas de hasta un millón de euros por incumplimientos internos, pero esa cifra resulta insignificante para compañías que manejan presupuestos de cientos o miles de millones. El resultado es un sistema que castiga más el incumplimiento administrativo que la corrupción estructural. En España, la sanción suele ser menor que el incentivo para delinquir.
Todo ello alimenta una conclusión inquietante: durante demasiado tiempo, parte del sector de las infraestructuras ha tratado el Estado como un espacio para maximizar rentas, no para competir limpiamente. La dependencia de la obra pública, la cultura empresarial heredada de décadas de proximidad política y la debilidad de los castigos crean un ecosistema propicio para la repetición de abusos. Cambiar esta realidad exige tres cosas: sanciones proporcionales y efectivas, controles internos verdaderamente independientes y transparencia total en cada proceso de adjudicación. Pero requiere, sobre todo, abandonar la resignación. La idea de que “siempre ha sido así” es el mayor aliado de quienes confunden el Estado con un botín. Si no exigimos un mercado público limpio, instituciones firmes y un control real sobre quienes viven del dinero de todos, volverán a repetirse escándalos parecidos.
