El proceso de transición energética en España, más allá del carbón, tiene una  historia relativamente reciente. Las primeras centrales nucleares datan de la década de 1960; Zorita, ya clausurada, fue la pionera.

En esa misma década, España se convirtió en el primer país del mundo en importar gas natural licuado (GNL) desde Argelia, transportado por barco. Los gaseoductos no llegarían hasta la segunda mitad de la década de 1990.

La energía fotovoltaica inició su andadura en la década de 1980, aunque no se comercializó de forma significativa hasta mediados de los 2000. La eólica, con Tarifa como punto de partida, tampoco vería una expansión relevante hasta bien entrado el siglo XXI.

En los últimos años, España ha logrado reducir su dependencia energética y su  factura gracias a una decidida apuesta por las energías renovables, especialmente la eólica y la fotovoltaica.

Si comparamos nuestra capacidad de desarrollo y los precios que se pagan en países de nuestro entorno, los avances son evidentes. Sin embargo, esta transformación no está exenta de dudas y necesidades.

Pasar de un modelo basado en energías fósiles a otro sustentado en renovables requiere inversión, tiempo y capacidad de adaptación.

El debate sobre la prórroga de la vida útil de las centrales nucleares, en relación con el acuerdo establecido en 2019, debería tener como objetivo la sostenibilidad ambiental, pero también la económica. Avanzar más rápido de lo que podemos ejecutar es arriesgado. No seamos prisioneros de relatos ideológicos.  

Alemania, que en la década de 1980 popularizó la campaña Atomkraft? Nein Danke y optó por no desarrollar la energía nuclear apostando por el gas —principalmente ruso—, ha comprobado, con los recientes cambios geopolíticos, los riesgos de una hiperdependencia de una única fuente.

Francia, por el contrario, ha mantenido una política nuclear fuerte y autónoma, en línea con su trayectoria militar.  

Avancemos hacia la descarbonización, sin duda, pero con los ritmos adecuados. Ser los primeros de la clase en la lucha contra el cambio climático, si los vecinos no te acompañan, puede dejarte sin fuelle, sin alumnos y sin clase.  

En Cataluña, siempre hemos abanderado la lucha contra el cambio climático, pero nuestras infraestructuras de energías renovables son débiles en comparación con otros territorios de España.

La densidad de población, la configuración del espacio agrario-forestal, la abundancia de espacios naturales y las cartas del paisaje hacen que, más allá de los discursos y deseos, sea muy difícil avanzar.

Seamos conscientes de que no somos, ni probablemente seremos, autosuficientes energéticamente. Las conexiones con otros territorios —como Aragón o Francia— son imprescindibles.

La tecnología avanza, y soluciones que hoy están en fase de proyecto pronto pueden convertirse en realidad. Mientras tanto, no eliminemos las llaves que nos aseguran una mínima seguridad energética.