Me quedé muy sorprendido al ver un documental de Movistar Plus. Lo había oído, pero nunca había profundizado. A veces me pregunto cómo es posible que Cataluña nunca encabece los rankings de felicidad y, sin embargo, en la calle, la gente ríe mucho, y más si nos vamos al sur.
Quizá la respuesta está, tal vez, en que la medimos con términos y métricas ajenas, como pasa con el informe PISA en educación. En Finlandia tienen un término, que no tiene traducción, para la felicidad. La llaman sisu, que viene a ser una especie de resiliencia mágica ante las adversidades. Lo que me quedó claro es que comparar el sisu finlandés con nuestra alegría es difícil. Creo que nunca seremos muy felices si nos comparamos con ellos y su sisu.
No quiero dejarme ningún aspecto, pero una cosa para que ellos sean felices es su confianza en la Administración pública, en que se hará cargo de ellos, incluso cuando sean mayores, con una red de asilos en los que se paga el 85% de los ingresos.
Sin embargo, aquí se vibra de otra manera. Creo que no confiamos mucho en la Administración. Aquí, la felicidad no se mide tanto por la capacidad de resiliencia y nuestra confianza, sino por la calidad de los lazos que tejemos día a día.
Aquí, digan lo que digan los informes internacionales, se considera que ser feliz es algo esencial, ya que, según encuestas recientes, más del 80% declara sentirse feliz en la vida cotidiana y encara la adversidad con sentido del humor, fiestas, y tapitas compartidas en terrazas al sol. Fíjense que, haya crisis o no, aunque es una cosa que no entiendo, los bares y restaurantes siempre están llenos. La mayoría, claro.
Yo conozco a varios finlandeses y no me parecen para nada el colmo de la alegría, la verdad. La paradoja se hace más intensa cuando vemos los rankings. Finlandia permanece año tras año como el país más feliz del planeta, mientras España desciende a puestos modestos (38º según el último informe global).
Hay algo en los valores medidos que no se adapta a los nuestros. Además de confiar en sus instituciones, los finlandeses confían en que la vida se desarrolle en equilibrio entre naturaleza y eficiencia, donde la igualdad de género no sea una aspiración, sino rutina; la conciliación familiar, un hecho, y la burocracia deja de ser un obstáculo para ser un apoyo casi invisible.
España y Cataluña tienen otros problemas a simple vista. Desigualdad, desconfianza y muchas veces una sensación de precariedad que no se despide ni con el sol del Mediterráneo. Pero en la playa, en el bar, en una fiesta popular, la felicidad se respira, salvo en desgracias como la dana de Valencia o el volcán de las Canarias, por poner unos ejemplos.
Aquí no hay sisu, pero sí capacidad de disfrutar las pequeñas cosas, fugarse del drama a la risa, sobrevivir a la dificultad con ingenio, y encontrar refugio en la familia y los amigos.
Mi experiencia personal es que ambos modelos tienen algo de admirable, y algo de trampa. El sisu es necesario para los inviernos largos y las crisis personales, pero puede volverse una costra que aísla. Aquí, en cambio, la felicidad es tan permeable al entorno que cualquier golpe fuerte puede dejarla tambaleando, pero la capacidad de compartir lo bueno y lo malo, de reír ante la adversidad y celebrar la vida me sigue pareciendo un tesoro a conservar.
Tal vez el ranking mundial mide otra cosa y no capta esa alegría resistente, casi desafiante, que se pone aquí en lo cotidiano. O quizás necesitamos más sisu, más determinación fría, para sobrellevar las sombras. Quizá el secreto, cuando voy al norte de Europa y comparo, es que en Finlandia la felicidad es resistir, y aquí es compartir.
Me quedo con la duda y me alegra tenerla. Lo importante es que, aunque los problemas abundan aquí y allí, la felicidad es diferente como los paisajes. Porque en la resistencia o resiliencia de Finlandia y en la alegría de aquí hay, quizás, dos maneras válidas de atravesar los días sin perder del todo la esperanza.
