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La situación socia-política e institucional de nuestro país encierra una enorme complejidad, que nos recuerda al fenómeno físico que llamamos movimiento browniano, un movimiento caótico, turbulento e impredecible, que describe el movimiento aleatorio de partículas en un fluido. Ambos escenarios comparten determinadas características dinámicas impredecibles, múltiples actores en interacción constante y trayectorias caóticas.

El debate ideológico es muy superficial, repite hasta la saciedad conceptos caducos, sitúa las emociones y los sentimientos como ariete en la confrontación, que se imponen al debate reflexivo. A nuestras derechas siempre les ha sido cómodo protegerse bajo el paraguas ideológico de los conservadores de EEUU. El europeísmo no les ha entusiasmado y mucho menos ahora.

En la España actual, los partidos en general han cambiado las ideas por la explotación de los sentimientos, el pensamiento por el cálculo y el debate por la consigna. El Partido Popular es un ejemplo elocuente de este fenómeno, un avispero territorial donde conviven diecisiete políticas distintas y una coincidencia: la agresividad y la confrontación sin límites contra el gobierno de la Nación, pilotada por una extraña “triple A”: Aznar, Abascal y Ayuso. Alianza que tiene como principal objetivo el final de Pedro Sánchez hasta sentarlo en el banquillo de los acusados. Obsesión enfermiza que comienza a causar cierto cansancio social al carecer de propuestas alternativas.

En este batiburrillo browniano el expresidente Aznar intentó hacerse con el timón ideológico, controlando la artillería mediática, dejando a Feijóo atrapado en su propio silencio gallego. Sin embargo, el “aznarismo” es plenamente consciente que la confrontación con Vox es cada vez más complicada, siendo Abascal – con fuertes apoyos exteriores– un competidor que sacude los caladeros más conservadores. Mientras tanto, los barones territoriales, cada uno con su propio acento y agenda, contribuyen a una orquesta desafinada donde nadie marca el compás.

Ayuso siente que el ruido es poder y que, en política, el que más grita suele ser quien impone el relato. Su radicalización en temas como el aborto o la educación no es una excentricidad: es una estrategia para cercar a Feijóo y llegar si fuera el caso a activar la deseada fusión entre PP y Vox, ese proyecto de laboratorio que algunos acarician como fórmula de liderazgo ideológico. Vox marca el paso e impone a Feijóo su programa político. El centro se desvanece. Mientras se juega a la geometría de las coaliciones imposibles, el PP tiene el riesgo de enredarse en griterío y la confrontación permanente dejando al país sin una alternativa sólida.

Y es aquí donde entra el segundo acto del drama: Carlos Mazón, el presidente valenciano convertido en el ejecutor político de Feijóo, que mientras agoniza por indecisión, Mazón lo remata con oportunismo. En su afán por sobrevivir a su propio laberinto judicial y mediático, ha conseguido dinamitar lo poco que quedaba de coherencia interna. Su trayectoria parece dictada por el principio de inmunidad y vida garantizada económicamente. El culebrón valenciano —una mezcla de intrigas, lealtades fingidas y un aire de vodevil político— ha puesto en evidencia la degradación del partido y, por extensión, de la política como espacio de servicio público. Mazón, una vez más, ha puesto al PP de Feijóo en manos de Abascal

Mazón no es una excepción: es un síntoma. Su ascenso retrata la era del talento sustituido por la obediencia, del liderazgo sustituido por la propaganda. El PP valenciano, otrora maquinaria electoral de precisión, hoy es una fábrica de escándalos menores y miserias mayores. Y Feijóo, que debía ser el ingeniero del orden, se ha quedado en mecánico sin herramientas. Cuando un partido empieza a medir su fuerza por la capacidad de insultar al adversario y no por su propuesta de país, ya ha perdido el rumbo.

Llegados a este punto, conviene mirar el panorama con algo más de distancia. Quizás la metáfora del ábaco de Moody, ese instrumento usado en ingeniería para medir las pérdidas de carga de un fluido por las tuberías donde circula, pueda ayudarnos a entender la política española. Imaginemos el sistema democrático como un conducto por donde deberían fluir las ideas, el consenso y el progreso. Pero el conducto está lleno de rugosidades que provocan polarización extrema, crispación mediática, burocracia paralizante, jueces politizados y políticos que solo piensan en el titular de mañana. Cada obstáculo genera una pérdida de energía social, un frenazo al avance colectivo. España podría considerarse un sistema con un flujo altamente turbulento: fragmentación parlamentaria, tensiones territoriales... y una rugosidad institucional elevada: estructuras autonómicas complejas, duplicidades administrativas, lentitud judicial…

En definitiva, la democracia española no se ha roto, pero sí se ha encallecido. Los flujos de comunicación y funcionamiento del sistema están obstruidos por la demagogia, la hipocresía y la mediocridad satisfecha. Y mientras los líderes juegan a derrocarse unos a otros, las ideas —esas que deberían mover el país— se quedan atascadas en el filtro. Ha llegado el momento de apostar por la fuerza de las ideas y permitir que fluyan a través de los conductos del sistema político antes de que el flujo de la razón se desvanezca.

Lo que mata no es el ruido, sino la ausencia de sentido político, de los que confunden oposición con persecución, crítica con demolición, discrepancia con odio.