La caída de la incidencia del sector industrial en la economía española es una tendencia que parece imparable. Hemos pasado de casi un 17% del PIB a comienzos de la década pasada a menos del 14% en la actualidad. Por mucho que se repita, nuestro modelo económico no solo no se transforma, sino que empeora, ganando en peso actividades procíclicas, como la hostelería y la construcción.
España podía haber sido la fábrica de Europa, gracias a nuestros bajos sueldos relativos, pero nunca pudimos subirnos a ese tren. Al principio de nuestra presencia en la Unión Europea hubo mucha inversión internacional, es cierto, pero también mucha destrucción de activos bajo el paraguas de una necesaria reconversión industrial para modernizar nuestro tejido productivo. Posteriormente, la irrupción de Europa del Este y de China en el tablero global hicieron poco atractivo seguir produciendo en un país como el nuestro.
Las crecientes barreras para la exportación y, sobre todo, la consolidación de bloques mundiales cada vez más separados ha dado una nueva oportunidad a la fabricación en Europa pero, de momento, no parece que la estemos aprovechando mucho.
Tal vez parte de los males radique en la debilidad de nuestra primera industria, el automóvil. Es una industria importantísima, tanto por lo que factura como por la actividad inducida que genera. Los salarios son más altos que la media, y es el principal motor de exportación. Sin embargo, la alocada carrera hacia el coche eléctrico la ha dejado más que tocada y quién sabe si herida de muerte. Abrazar una tecnología inmadura, no deseada por los clientes, cara, y ahora dominada por terceros, ha derribado las barreras de entrada del sector y ha devenido en una auténtica debacle. Si los fabricantes tienen problemas serios en sus casas matrices, qué no tendremos nosotros en España. Nada garantiza que la industria del automóvil no acabe como la de televisores o electrodomésticos, copada por Asia.
Con una industria del automóvil autodebilitada, sin inversiones serias en otros sectores y con unos fondos europeos más anunciados que materializados, lo que tenemos es una economía cada vez más centrada en servicios de bajo valor añadido. Está muy bien que el PIB crezca, pero hemos de saber por qué. Crece porque crece la población, el consumo y la inversión y empleo públicos. Y esto no es ni eterno ni sostenible.
Letta o Draghi lo han dicho alto y claro, el futuro de Europa tiene que ser industrial, como lo es su pasado. No puede ser que ahora sólo se innove en Estados Unidos y se fabrique en Asia. Europa no puede pensar que es rica si no genera riqueza. Y España es el hermano pobre del club de los ricos. Lo que suceda en Alemania y en Francia nos va a llegar multiplicado por mucho. Una pandemia, una guerra o simplemente una recesión tendrá un efecto multiplicador terrible en España y volveremos al hoyo. Sin bases sólidas, y la industria es una de esas bases, no podemos pensar en un progreso sostenible.
Que nuestro salario medio no llegue a 30.000 euros no es una casualidad, es consecuencia de tener mucho empleo con poco valor añadido y, además, mucho empleo temporal. Los fines de semana, o en vacaciones, hacen falta muchos camareros, pero no un martes de noviembre. La estadística la podemos cuestionar, pero la tendencia es clara. Si, por el contrario, consideramos el coste salarial de una empresa industrial y lo dividimos por el número de empleados podemos superar fácilmente el doble de esta cantidad. La razón no es otra que el valor añadido generado en un puesto industrial.
Somos una tierra de sol y playa, y que dure, pero necesitamos consolidar el sector industrial para que cuando no vaya el mundo tan bien sigamos siendo un país sólido. Está muy bien aplaudir los ratios positivos, pero hoy hay que ocuparse de minimizar los impactos de la parte baja del ciclo cuando llegue.
