En 2002, cuando el consejero Artur Mas, ungido ya como sucesor de Jordi Pujol, colocó la primera piedra de la L9 y L10 del Metro de Barcelona, pocos podían imaginar que aquel gesto ceremonial marcaría el inicio de una odisea que se extendería casi tres décadas.
La promesa era ambiciosa: una línea de 48 kilómetros, 50 estaciones y 17 intercambiadores que uniría el aeropuerto de El Prat con Badalona y Santa Coloma de Gramenet, atravesando Barcelona de punta a punta. Se hablaba de 2007-2010 como horizonte de finalización, con un presupuesto inicial de 1.967 millones de euros.
Hoy, en septiembre de 2025, con 38 kilómetros y 35 estaciones operativas, el tramo central de 12,6 kilómetros entre Zona Universitària y La Sagrera sigue en obras, y no será hasta 2031 cuando, si nada falla, la L9/L10 esté completa, se atrevieron a aventurar esta semana la consejera de Territorio, Sílvia Paneque, y la primera teniente de alcalde, Laia Bonet. Algunas estaciones, como Manuel Girona o Putxet, podrían retrasarse hasta 2032. Lo que sí ha llegado puntual es el sobrecoste: 6.271 millones de euros, un 219% más que lo previsto, y eso sin contar los 2.120 millones en intereses financieros hasta 2016, según la Sindicatura de Comptes.
No es solo una cuestión de dinero. La L9/L10 se ha convertido en un símbolo de las dificultades de la gestión pública en Cataluña. La crisis económica de 2008 paralizó las obras durante más de una década, dejando túneles vacíos y estaciones fantasmales bajo la ciudad. A esto se suman irregularidades señaladas por la Sindicatura: entre 2000 y 2007, se adjudicaron 1.093 contratos por 13.102 millones, muchos sin publicidad ni concurrencia, y los cambios de trazado y modificaciones contractuales inflaron los costes. Las comisiones, vinculadas al 'caso Palau' y Convergència, añaden una sombra de descrédito a un proyecto que debería haber sido motivo de orgullo.
Mientras tanto, en Cataluña no perdemos ocasión de señalar a Madrid por los reiterados retrasos del Corredor Mediterráneo (una megaobra de 1.300 km), sin que nosotros hayamos sido capaces de planificar mejor la construcción de una infraestructura, sin duda compleja, pero mucho más pequeña. Es difícil no esbozar una mueca al comparar: en tres décadas, otros países han construido redes de alta velocidad o ciudades enteras, mientras nosotros hemos peleado con un subsuelo complicado, cambios de gobierno y una planificación que, en el mejor de los casos, fue optimista.
Y, sin embargo, hay luz al final del túnel. Cuando la L9/L10 esté operativa, se espera que transporte a 113 millones de pasajeros al año, retire 8.130 vehículos diarios de las carreteras y reduzca 5.100 toneladas de CO₂ anuales. Será la columna vertebral de la movilidad metropolitana, conectando el aeropuerto con la ciudad y ofreciendo intercambiadores clave con otras líneas de metro, FGC y Rodalies. Pero el precio ha sido alto, no sólo en euros, sino en paciencia y confianza ciudadana.
En 2031, si el calendario se cumple, podremos cruzar Barcelona bajo tierra de punta a punta; por cierto, convirtiendo en redundante el aparatoso tranvía por la Diagonal. Será un milagro subterráneo, sí, pero uno que nos ha costado 30 años y una factura que aún no hemos terminado de pagar. La lección es clara: en Cataluña, los grandes proyectos requieren no sólo visión, sino una ejecución que no se pierda en el laberinto de nuestra propia ambición.
