Este curso ha mejorado el sistema de preinscripción en la Formación Profesional en Cataluña. Algo es algo. Paralelamente, el Gobierno central ha anunciado su voluntad de reducir el número de horas de los docentes y la cifra de alumnos por clase. Dos medidas que, si se consigue aplicarlas, deberían redundar en una cierta mejora de la enseñanza.

Una mejora urgente porque el sistema educativo está bajo mínimos. Muchos alumnos terminan sin dominar las dos materias fundamentales: lengua y matemáticas, instrumentos imprescindibles para progresar en otros ámbitos.

Hay también un desánimo notable entre los docentes, que la reducción de horas y de alumnos puede paliar pero no eliminar, porque el principal problema de la educación es su descrédito.

La enseñanza no tiene el conocimiento como valor central. Y si no se prestigia el saber, todo lo demás decae.

Desde Primaria se aplica un buenismo mal entendido. Los alumnos no repiten curso, aunque no hayan conseguido los mínimos. A veces se aduce que su bajo rendimiento se debe a su situación familiar, un problema que el aprobado no resuelve en absoluto.

Hay alumnos que van pasando de curso sin entender nada. Y cambiar de curso no hace desaparecer su ignorancia. Cuando el número de estos alumnos es numeroso en una clase, la consecuencia es fatal para el conjunto.

Dando por hecho que esos estudiantes sean simplemente flojos en lo relativo al estudio y no tengan un comportamiento conflictivo frente al cual los docentes del sector público tienen escasos remedios y ningún instrumento correctivo.

Así se llega a la Secundaria (y más allá) con un porcentaje de alumnos mal preparados y sin interés en unas materias que no entienden. Pero siguen pasando de curso. Como la enseñanza es “obligatoria”, no hay solución.

Todo parte de la confusión del término “obligatorio”. El alumno tiene derecho a recibir la formación hasta los 16 años de forma gratuita. El Estado debe proporcionarle la oportunidad de educarse. Otra cosa es obligar a estudiar a quien no quiere. Eso no es enseñanza obligatoria sino obligada. E improductiva.

Todo el sistema colapsa. Al menos, el sistema público, al que acuden los más pobres. Los que más necesitan de una formación que les abra camino, porque los ricos se refuerzan por otras vías y luego sus familias les facilitan un empleo. O se apuntan a un partido que premie ignorancia y desparpajo. Ejemplo: Isabel Díaz Ayuso.

Para que los alumnos aprecien el saber (y a los profesores que lo transmiten) es imprescindible que, como mínimo, le vean utilidad. Ahora no pasa. Se incorporan al mercado laboral con o sin conocimientos.

Eso sí, con el título de secundaria, un regalo que no valoran porque lo que nada cuesta nada vale. Se puede ser a la vez titulado e ignorante.

Esto devalúa el papel del profesor. Si lo que enseña no sirve ni para aprobar, ¿por qué qué hacerle caso?

El mal comportamiento (hacia profesores y compañeros) es muy difícil de sancionar desde el buenismo actual, defendido por una izquierda desnortada y un colectivo de psicopedagogos cuya utilidad educativa es más que cuestionable.

La situación de enfrentamiento político entre partidos hace muy difícil un acuerdo en cualquier asunto, incluso cuando es urgente, como en la enseñanza.

Pero hay medidas aplicables a corto plazo. Entre ellas, alguna propuesta por la derecha, como la recuperación de las reválidas.

El sistema vigente, en el que el profesor que da las clases es el que pone las notas, ha generado pactos indeseables: profesores sin calidad suficiente (que los hay) y otros con tendencia a la pereza (que también los hay) no son exigidos por los alumnos porque les aprueban de forma general.

El gremialismo hace que sus compañeros callen y los inspectores no se dan por enterados.

La reválida haría que los alumnos exigieran conocimientos y pusieran en la picota a quien no se lo da.

Al mismo tiempo, convendría recuperar la prohibición de repetir en centros públicos (salvo decisión justificada de la junta de evaluación).

El alumno tiene derecho a la enseñanza, pero si desperdicia el dinero del contribuyente, que el curso siguiente acuda a un centro de pago o abone los costes de su desidia, cosa que también motivaría a los padres, a muchos de los cuales preocupan más las notas que el saber.

Esto es un problema para los más pobres, pero no mayor que el que supone ser pobres. Dejarles sin formación, como ahora ocurre, sólo les condena a trabajos mal pagados de por vida.

Y una medida más: que sea imprescindible aprobar la secundaria para obtener el carnet de conducir. Eso, en el peor de los casos, daría a los vagos un motivo para estudiar.

La medida la defendió hace unos años una diputada socialista por Barcelona. No consiguió apoyos y dejó de ser diputada.