Nunca fumó, pero dentro de unas horas su cuerpo desaparecerá de este mundo para convertirse en humus (o en humo) y alimentar así la rueda –quisiéramos creer que eterna– de las transformaciones. Quienes tuvimos las suerte de conocerlo no hemos dejado de hacernos la misma pregunta: “¿Por qué?”. Por supuesto, no encontramos respuesta, salvo la aceptación estoica. Desde que el primer hombre de la especie fatigase un día la tierra, descubriendo con sorpresa el sonido de sus pasos sobre la arena del planeta –esa noria colosal que no deja de girar, pero que todos los días se detiene para alguien en concreto, cobrándose cada jornada vidas ajenas, como si respondiera al mecanismo de un artefacto de tortura– la muerte no ha dejado de confirmar la descripción de Calderón de la Barca: “[La muerte] siempre es temprana y no perdona a nadie”. Tampoco a los mejores.
Ninguno de nosotros recordamos cómo nacimos, ni sabemos de dónde diablos venimos. Tampoco tenemos noticia ni certeza del interrogante que tanto atormentase al viejo Unamuno –“¿Qué será de mí?”– antes de rebelarse (en vano) contra el destino, pero a veces, cuando no sucede como hecho súbito, el Gran Dramaturgo nos regala la posibilidad de atisbar nuestro propio apagamiento. Intuir las postrimerías es un regalo envenenado, porque uno nunca está seguro de si es mejor conocer la hora exacta del final, permitiéndonos el ritual de las despedidas, o acaso sea más piadoso perecer sin saber bien ni cuándo, ni cómo, ni dónde. El qué nadie tiene que explicárnoslo: el trance de desaparecer lo imaginamos (todos) muchísimo antes de enfrentarlo.
La muerte no es negra. Viste siempre de blanco y llega a deshoras. “Sesenta libros ya cumplen mis días, / y están en blanco aún todas sus páginas”, escribió el gran Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963-Sevilla, 2025) en un poema (Sesenta) compuesto hace ahora poco más de dos años, cuando el cáncer de pulmón que –sin fumar ni un maldito cigarro– nos lo ha robado hace unas horas en un hospital de Sevilla, que en su día fue instalación militar y ahora es el destino de los náufragos que los médicos dejan a la deriva del mar del tiempo, antes de que resuene la hora del crepúsculo, no había hecho acto de presencia.
“No he cerrado el paréntesis, persisten / bebé, niño, muchacho, hombre adulto, / pero viejo jamás, de eso me salvan / los versos, su obstinado sortilegio / o filtro de una eterna juventud”. Así se veía Antonio, que, en efecto, se nos ha muerto muy joven, con seis décadas ya cumplidas, bien vividas y mejor escritas, y por supuesto a destiempo, dejándonos a todos –incluidos los que todavía hacemos Letra Global– huérfanos por anticipado.
Hace dos veranos empezó a toser en exceso y sin motivo aparente. Al día siguiente comenzó su calvario. El telón cayó hace menos de una hora. Su sudario, el pánico, el asombro y el adiós impiden que las lágrimas salgan. Antonio ya no está. No volverá más. Suponemos, como forma bastarda de inútil consuelo, que ha marchado más sabio que nunca, porque había tenido tiempo para mirar de frente a la muerte, y decidir que no quería irse.
Deseaba vivir. Le quedaban demasiadas cosas por hacer, tantas como las muchas y buenas que fue haciendo a lo largo de su vida: poemas, talleres literarios, libros, reseñas, aforismos, revistas, conferencias, sentir el aire del amanecer, disfrutar de las noches, regresar cada año a México, donde Guadalajara le hacía sentirse inmortal, volver a Dublín –la favorita de sus geografías viajeras– o dormirse junto a Teresa, su mujer. Cosas íntimas.
Siempre fue un tipo discreto y elegante. Sevillano de Melilla, estudió Filología Inglesa en la Hispalense y, en un viaje de estudios, se enamoró de Escocia y de Irlanda, que fue su otra patria sentimental, después de Sevilla, que le debe mucho más de lo que nunca podrá devolverle. Aprendió a fondo y con devoción el gaélico y, entre otros oficios –librero, editor, docente, gestor cultural– se ganó la vida traduciendo del inglés –la bibliografía que vertió al español da cuenta de su excepcional capacidad de trabajo y talento– y con los oficios del libro, a los que dedicó unas sabrosas memorias donde relata su paso como director en Sevilla de la Casa del Libro.
Escribió hasta el último día. Enfermo y sometido a tratamiento, dejó un poemario Un invierno en otoño, una traducción de Alicia en el país de las maravillas y Alicia a través del espejo (Arpa), su deseada biografía de Álvaro Cunqueiro (Renacimiento) y un cofre secreto de versos sobre la experiencia íntima de pensar en la muerte sintiéndose más vivo que nunca. En la revista cultural de Crónica Global escribió desde su fundación, hace más de ocho años. Lo acordamos en un almuerzo con José María Rondón en la plaza del Duque de Sevilla, un mediodía como otro cualquiera.
Su incorporación al proyecto nos dio solidez, prestigio y afecto. Nos acompañaba en la singladura, que en el caso de una publicación cultural siempre es cosa incierta, un poeta de hondo sentir y mejor decir, prosista elegante y sobrio, un novelista devotamente literario, un traductor esforzado e inteligente, un excelente biógrafo –como demostró con su Vida de Luis Cernuda, la obra capital en dos entregas que le hizo ganar (sin padrinos) el Premio Comillas, un fervoroso viajero literario y un excelente amigo, capaz de hablar de poesía hasta en las sesiones de quimioterapia.
La serie que dedicase hace unos meses al haiku es una de las prosas más leídas de la historia de Letra Global, desmintiendo la creencia de que la cultura no atrae a los lectores de los periódicos, sobre todo en los digitales. Todos los años nos regalaba una colección de temas irlandeses, junto a otras piezas soberbias sobre poetas, escritores y personajes literarios, como su adorado Cirlot, cuyo estudio mereció el Premio Domínguez Ortiz de Biografías. Generoso y, como todos los sabios, humilde, Antonio daba (sin decir ni palabra de más) lecciones con su conducta, sin pretender enseñar nada a nadie. Era un maestro en el arte de saber estar.
La última vez que hablamos, antes que todo se precipitase y la suerte se convirtiese en una negra sombra funesta, más o menos hace una semana, oía a través del teléfono el sonido de los aparatos que le suministraban el veneno que tenía que salvarlo. Su voz era casi un susurro, pero aceptó con el mismo entusiasmo de siempre hacer un artículo sobre la poesía de las tres últimas décadas, en la que –decía– veía con cierta tristeza cómo muchos poetas actuales habían ido olvidando los puentes con la tradición literaria. Una semana después se disculpó por no sentirse con fuerzas para escribir y agradecer la comprensión. Había empeorado.
Fue el adiós definitivo: el amigo, el poeta que sabía todos los versos, ya no se sentía capaz de escribir. Le costaba respirar. El final estaba cerca. Ahora que se nos ha ido (para siempre) se entiende su lamento: él formaba parte de esa larga cadena de poetas que caminan por este mundo mejorándolo y explicando, como nadie que hayamos conocido, en qué consiste el anhelo de sentirse vivo. De ser fuego con nieve. Dentro de unos días tenía que pronunciar el Pregón de la Feria del Libro de Sevilla. “Seis décadas hace ya que nazco. / En un suspiro todo ha sucedido”.
Buen viaje, carísimo amico.