Muchos españolitos miraron durante años a otros países con envidia. Sana, si es que hay envidia sana. Francia era el país de la Marsellesa, de la democracia, de la libertad, igualdad y fraternidad. Inglaterra era la vida libre, el parlamentarismo y la alternancia. El Speak Corner, en Londres, provocaba admiración. Allí cualquiera podía decir lo que le viniera en gana y los oyentes tenían derecho a replicar. Un ágora del siglo XX. Amsterdam ofrecía todo lo deseable, empezando por la tolerancia en la política y las costumbres.

Y luego estaba Estados Unidos. Su democracia, sus universidades, su proyecto de futuro. Incluso quienes no habían leído a Hannah Arendt podían asumir que la revolución francesa era hija del resentimiento mientras que la americana estaba asociada a la esperanza.

¿Qué fue de aquellos anhelos?

Francia se debate entre la inanidad y la nada, con un gobierno minoritario que sólo contempla recortes en el bienestar. Su primer ministro habla de economía global, ignorando las particulares de sus ciudadanos.

Londres reprime las manifestaciones y detiene a centenares de personas a las que acusa de terrorismo por exigir que termine la masacre en Gaza. Y lo hace un gobierno laborista.

Amsterdam se ha ido escorando hacia la intransigencia. El penúltimo coletazo de su viraje a la derecha, rayana con la ultraderecha, ha sido la dimisión de varios ministros por la actitud proisraelí del gobierno de los Países Bajos, los mismos que en su día acogieron a judíos que huían de Hitler y luego fueron invadidos y masacrados por los nazis.

De aquella Atenas libertaria sólo queda el negocio institucionalizado de la marihuana. Madrid defiende la libertad de cañas y Ámsterdam la del sopor.

Queda Estados Unidos. Lo peor. Porque lo malo no es Trump y su gusto por el oro y la prepotencia, su verborrea y su ignorancia, sus constantes amenazas, lo malo es que Trump representa realmente a una mayoría de estadounidenses.

Se ha entrado en una fase de la historia que evoca la prehistoria, cuando no había otra ley que la del más fuerte.

Hoy quedan pocos anarquistas. Algunos de ellos, tras pasar por una fase ácrata que se fijaba más en la transformación de las costumbres que en los cambios en el sistema de explotación, han acabado convirtiéndose en libertarianos, ultraliberales o, si se prefiere, anarcocapitalistas. Sostienen que cuantas menos leyes mejor para cada uno y para todos.

Una falacia.

La primeras leyes sólo limitaron a los poderosos, a los que podían hacer lo que quisieran. Fueron un mecanismo de protección para los más débiles que sólo tenían obligaciones.

Se puede ver ahora, cuando los fuertes imponen su voluntad, ajenos a cualquier ley.

Netanyahu se cree con derecho a exterminar a los palestinos. Y los extermina. Putin se otorga el derecho a mover las fronteras a su antojo. Y las mueve a golpe de tanques y disparos. Trump no tiene empacho en arrogarse el derecho a la apropiación de Groenlandia o Canadá o a invadir cualquier país que considere oportuno, además de ejercer el derecho a la mentira, al insulto e incluso a encarcelar a gente sin un juez que lo autorice.

Es la ley de la selva. La lucha de todos contra todos a la que la Unión Europea, supuesta defensora del derecho universal, responde desunida, es decir, debilitada. Nacionalmente, es decir, mirando al corto plazo y sin proyecto de transformación y mejora.

Tiempos de anti ilustración, que señala Marina Garcés. De desilusión, que apunta Manuel Cruz.

Tiempo sin futuro en el que sólo se contempla la supervivencia. Y sobrevivir es algo muy distinto a vivir. Pero es que incluso la vida ha perdido su valor. Y si la vida no vale nada, la vejación y la tortura tampoco pueden ser condenables. No alcanzan la categoría de la muerte.

Hace años, Dante pudo señalar que había una puerta con una inscripción: “Dejad aquí toda esperanza”. Se hallaba a las puertas del infierno. Ya no hace falta ir tan lejos.