Los acontecimientos vividos durante este verano en diversas ciudades de España han vuelto a poner el foco mediático en el fracaso de la política migratoria de nuestro país.

Una realidad que es tal porque, según las últimas encuestas, electorales o no, la ciudadanía lo percibe y empieza a reaccionar, por mucho que determinados políticos de la actual izquierda lo nieguen y, por tanto, eviten abordar el problema.

Según ellos, no existe tal problema. Es una invención. O, en algunos casos, una estrategia de la “extrema derecha” para sembrar el odio y la discordia entre las personas.

Y puede que no estén del todo equivocados si se refieren a las actuaciones violentas y del todo reprobables de algunos grupúsculos neonazis que han llamado públicamente, a través de las redes sociales, a la caza del inmigrante.

Pero, sin duda, lo están de cabo a rabo si pretenden introducir en el mismo saco a los millones de votantes de partidos con representación parlamentaria, tanto en el Congreso, como en las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas, que simplemente desean que, de una vez por todas, tenga lugar un debate serio, transversal e integral sobre la inmigración y sus efectos y consecuencias.

Un debate en el que unos y otros expongan sus opiniones ante el silencio de quienes les confrontan, sin interrumpirse durante sus intervenciones, sin descalificarse ni faltarse al respeto y, por supuesto, sin utilizar conceptos ya demasiado trillados como “políticamente correcto”, que no hacen otra cosa que limitar la libertad de expresión.

El gran cineasta danés Lars Von Trier, en su película Nymphomaniac del año 2013, grabó una escena reveladora. Stellan Skarsgård, tras oír la palabra “negro” de la boca de Charlotte Gainsbourg, le dice “no use esa palabra. No es políticamente correcta”. A lo que ella le responde “disculpe, pero en mi ambiente siempre llamamos a las cosas por su nombre. Cuando se prohíbe una palabra se quita una piedra de los cimientos democráticos. La sociedad demuestra su impotencia ante un problema retirando palabras del lenguaje”.

Esto, y simplemente esto, es lo que la sociedad demanda. Y si nuestros políticos son incapaces de hacerlo, más vale que dejen sus cargos, sus escaños, sus despachos y sus acolchados sillones y regresen, quienes los tengan, a sus trabajos y, quienes no, a las aulas.

Dicho esto, le pese a quien le pese, la inmigración es necesaria. La reducción de la natalidad de estos últimos años habla por sí sola. E igualmente los datos del INE sobre la ocupación laboral.

A cierre del pasado año 2024, los trabajadores extranjeros en España superaban los tres millones, un 14% del total de las personas afiliadas a la Seguridad Social. Una cifra que va en aumento en todas las Comunidades Autónomas.

¿Quién recoge la cosecha en Lleida, en Huelva, en Murcia?, ¿quiénes son hoy los “andaluces de Jaén, aceituneros altivos” de aquel poema de Miguel Hernández? Muchos de ellos, ni andaluces ni de Jaén. Pues las personas de origen extranjero representan ya cerca de un 30% en la actividad agraria de todo el territorio nacional.

En consecuencia, podemos decir, como lo han hecho muchos expertos, que “la inmigración desempeña un papel esencial en la sostenibilidad demográfica y del empleo en una sociedad envejecida y con una bajísima tasa de natalidad como la española” y, además, “ayuda a mantener la sostenibilidad del sistema de bienestar social, especialmente en el ámbito de las pensiones”.

Pero que la inmigración sea necesaria y que la inmensa mayoría de los inmigrantes sean personas honradas y trabajadoras, no implica que nuestro país esté preparado ni deba aceptar una inmigración masiva de personas procedentes de distintas culturas que provoque una erosión de la identidad europea y una potencial desestabilización de la sociedad.

Por ello, aquellos que deseen asentarse en España, deberán respetar los principios básicos de nuestro sistema constitucional y nuestro modus vivendi y, les guste o no, adaptarse a nuestras costumbres. Y si no lo hacen, tal vez la legislación debería introducir algún mecanismo para proceder a su expulsión.

Al igual que habría que proceder, como primera opción, con aquellos que llegan para delinquir o, una vez aquí, deciden comenzar su andadura criminal. Sin importar que se trate de residentes legales o, incluso, de solicitantes de asilo. Porque la sociedad no tiene porqué recibir con las manos abiertas a quienes la atacan, ni de forma grave ni leve, en la medida en que todo delito es revelador de que el delincuente desprecia el ordenamiento jurídico y el orden social.

En resumen, inmigración sí. Pero, en primer lugar, controlada, con conocimiento de quiénes son los que cruzan nuestras fronteras. Y, en segundo lugar, con implantación de una política de tolerancia cero al delincuente y a quien, con menosprecio a los principios en que se sustenta nuestra sociedad, libre y democrática, pretende sustituirlos por otros e imponer, como ocurre en las teocracias, los postulados de su religión.