Es un acto repulsivo. Pero, muy a nuestro pesar, cada día más habitual.

A la salida de algunos colegios, sobre todo de aquellos en los que se exige uniforme y, por tanto, las niñas llevan falda, cuando estas acaban las clases y abandonan en tropel el centro escolar, son acechadas por hombres que, sin llegar a tocarlas, se sitúan próximos a ellas, se bajan la cremallera del pantalón y comienzan a masturbarse.

Como es obvio, las niñas se sienten violentadas, pues se trata de una imagen nauseabunda que les hace sentirse como vulgares objetos sexuales, existentes para satisfacer los deseos carnales de estos seres, acreedores de los más diversos adjetivos descalificativos que la lengua de Cervantes nos ofrece.

Y, además, infunde en ellas un temor racional hacia los hombres (pues nunca son mujeres las autoras de tales hechos), que puede marcarles de por vida y, en consecuencia, condicionarles de cara al futuro.

Porque masturbarse frente a otro, sin el consentimiento de este, no es, como se ha sugerido por algunos, un acto sin demasiada importancia o inofensivo, sino, desde mi punto de vista, grave. Y como tal debería ser sancionado criminalmente. Algo que, en la actualidad, no sucede con la intensidad requerida, como puede comprobarse con la mera lectura del artículo 185 del Código Penal.

Este precepto, modificado por última vez por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, es decir, hace diez años, castiga con la pena de prisión de seis meses a un año o con la pena de multa de doce a veinticuatro meses “al que ejecutare o hiciere ejecutar a otra persona actos de exhibición obscena ante menores de edad o personas con discapacidad necesitadas de especial protección”.

Unas penas del todo insuficientes, dada la gravedad de la conducta descrita, sobre todo en lo que se refiere a la posibilidad de sancionar al autor con una simple multa. Lo cual, de hecho, es lo que sucede en una gran cantidad de casos.

Y ello porque el sujeto en cuestión, que desea evitar la publicidad del proceso por el estigma social que supone el haber realizado estos hechos, suele reconocer su comisión y, por tanto, el Ministerio Fiscal, salvo que se trate de reos reincidentes, le ofrece, en vez de la prisión, el pago de una multa, que no suele ser demasiado elevada.

En otras palabras, un hombre de mediana edad, aunque también los hay jóvenes y jubilados, se sitúa en la puerta del colegio donde su hija de 14 años cursa la ESO y, cuando usted la está esperando, sin ningún pudor, se baja los pantalones y se masturba mientras ella se aproxima a su coche.

Usted lo ve, su hija lo ve y, de hecho, le dice que tanto ella como sus amigas le han visto merodeando por la zona en más de una ocasión. Pero a él le da igual. Persiste en su acción. Sigue masturbándose, ante la mirada atónita de los demás, hasta perderlas de vista.

La policía acude al lugar y le detiene. Y luego, meses más tarde (con suerte, dado la carga de trabajo de los juzgados), una vez en el juicio, reconoce los hechos y es condenado, por ejemplo, a una pena de multa de 15 meses con una cuota diaria de 6 euros; es decir, al pago de 2.700 euros.

Eso, según la redacción actual del Código Penal, vale la protección de su hija frente a este tipo de sujetos, los cuales, además, no es extraño que incrementen la intensidad de sus actos de contenido sexual hasta incluso, en un momento dado, llegar a tocar a las menores.

Por ello, para prevenir, en primer lugar, ataques más intensos a la libertad sexual y, en segundo lugar, por la gravedad de la conducta descrita, es necesario agravar las penas de este delito.

Eliminar la posibilidad de imponer una multa y mantener únicamente la pena de prisión. Y, tras ello, aumentar esta, tanto en su límite mínimo como en su máximo.

Estamos en las manos del legislador. Y, en este caso particular, nuestras hijas lo están más que nosotros.