La muerte de Javier Lambán, expresidente de Aragón, nos deja una profunda tristeza y, al mismo tiempo, una oportunidad para reflexionar sobre su legado en un tiempo de polarización y desafíos para la política española.

Fallecido el pasado 15 de agosto a los 67 años en su querida Ejea de los Caballeros, no fue solo un líder socialista, sino un hombre de principios que entendió la política como una emoción profundamente arraigada en la historia y en el compromiso con su tierra, Aragón, y con España. Lo conocí en persona el pasado noviembre, cuando presentó en Barcelona sus memorias, Una emoción política, un libro que destila su amor por la cultura, la historia y la literatura, pero también su visión de una España plural y cohesionada.

Pese a que desde Cataluña a veces se le ha denostado y presentado como un personaje antipático, con reiterados desencuentros institucionales, desde las pinturas de Sijena hasta los Juegos Olímpicos del Pirineo, lo cierto es que Lambán fue un catalanófilo por afición y formación, que buscó siempre el entendimiento entre ambas comunidades.

Aquel acto, en el Centro Aragonés, mostró a un hombre lúcido, apasionado y valiente, que plantaba cara a la enfermedad que lo aquejaba. Su fortaleza para seguir debatiendo ideas, incluso en sus últimos meses, es un testimonio de su carácter.

Lambán representaba una socialdemocracia clásica, de sólidas convicciones, que no temía discrepar con la línea oficial de su partido cuando consideraba que los principios estaban en juego. Su crítica abierta a los pactos de Pedro Sánchez con el independentismo, su rechazo a la ley de amnistía —que le costó una multa del PSOE— y su defensa de la igualdad entre territorios lo convirtieron en un barón incómodo, pero coherente.

No buscaba el aplauso fácil ni la proyección mediática, como otros; su lucha era por convicción, no por táctica. En palabras suyas, la amnistía “vulneraba la igualdad ante la ley” y suponía un “desatino” que debilitaba al Estado frente al separatismo. Sin embargo, sería injusto reducir su legado a su disidencia con el sanchismo. Lambán fue un político capaz de tender puentes en un contexto de fragmentación.

Durante sus dos mandatos al frente de Aragón (2015-2023), logró gobiernos estables en minoría, tejiendo pactos complejos con fuerzas como Podemos, Chunta Aragonesista y el PAR. Su gestión fortaleció la economía aragonesa, apostando por las energías renovables y atrayendo grandes proyectos tecnológicos.

Fue, como muchos han destacado, un “hombre de Estado” que priorizó Aragón y España por encima de intereses partidistas. En lo personal, era un intelectual apasionado, doctor en historia, y un lector voraz que encontraba en Manuel Machado, Miguel Hernández o en las canciones de Joan Manuel Serrat (amigo suyo personal) una forma de comprender la vida y la política.

Su última aparición pública, el 10 de julio, en la presentación de su retrato como expresidente de Aragón, reflejó esa dimensión humana: un hombre que, aun debilitado, no dejó de pensar en el futuro de su comunidad y de su país. Como él mismo citaba a Juan Ramón Jiménez, Ejea y la política marcaron su vida, y su muerte nos recuerda que la política, en su mejor versión, es un
acto de servicio y amor por lo colectivo.

çHoy, mientras España sigue navegando por aguas turbulentas, la figura de Lambán nos interpela. Nos invita a preguntarnos si la coherencia y el compromiso con las ideas seguirán teniendo espacio en un escenario donde la lealtad al partido a menudo pesa más que la lealtad a los principios. Su adiós, discreto y sentido en su Ejea natal, es el de un hombre que, como escribió Machado, hizo camino al andar.

Descanse en paz, Javier, y que tu legado inspire a quienes creemos en una España posible, unida en su diversidad.