Ricardo Fernández, fotógrafo de la Agencia Efe, ha hecho esta semana cerca de Tarifa, donde convergen todos los vientos del Estrecho, que es la bisagra geográfica entre cuatro continentes, la que hasta el momento es la mejor fotografía del verano. Descripción apresurada: dos sexagenarias, ataviadas elegantemente con sendos sombreros de paja de palma, vestidas con camisolas amplias y largas de colores festivos similares a las que se usan en México y gafas de sol de concha, arrastran sus maletas mientras a sus espaldas se proyecta un cielo amarillo surcado por nubes de ceniza.
No huyen de Sodoma y Gomorra, como las figuras bíblicas que acabaron convertidas en hieráticas estatuas de sal tras desobedecer las órdenes del terrible Yahvé. Caminan, obedientes e inquietas, arrastrando una maleta y enseres desde su chalet en Altanterra, una urbanización de lujo situada en la costa de Zahara de los Atunes, hacia su coche. La instantánea lo tiene todo: una prosaica escena real alterada por el sobresalto ardiente de la catástrofe, que es el sustantivo con el que cada año, todos los años, contamos los incendios que calcinan nuestros cuatro puntos cardinales.
El fuego de Cádiz, igual que otros, produce un efecto hipnótico en quien lo contempla: la indudable belleza de las llamas desatadas y el pavor ante el humo negro contrastan con los rostros de temor de quien las siente cerca, en este caso veraneantes alucinados al ver que sus vacaciones han sido interrumpidas por un cielo cargado de humo y destrucción.
Y, sin embargo, no existe palabra mejor que katastrophḗ, inventada por los antiguos griegos, para referirse a la sorpresa (súbita) que provocan estas calamidades cotidianas, que tienen al país en alerta. En la Grecia clásica, el término catástrofe no designaba un desastre natural. Hacía referencia a otra cosa distinta: el instante exacto en el que una acción teatral llega a su desenlace, al margen de si éste era de tono cómico o trágico.
La distinción, sutil, viene al caso. España se acerca al ecuador de un ferragosto infernal con más de una veintena de incendios desbocados en Castilla, León, Galicia, La Mancha, Madrid (Tres Cantos), Extremadura y Cataluña, donde se vive el peor verano forestal de las últimas dos décadas. El retorno al bosque al que cantaban muchos urbanitas burgueses después de la pandemia, en realidad, no era sino un regreso al infierno del Dante.
No se trata de una metáfora: cada vez quedan menos bosques libres de fuego y los sueños agropecuarios y marineros de muchas familias aficionadas al turismo interior, o devotas de la playa, terminan en desalojos forzosos. Los paraísos inmobiliarios de las clases medias están en llamas. La irrealidad de la desgracia se ha instalado en sus vidas.
Muchos de estos Armagedones son provocados. En algún caso, como ha ocurrido en Ávila o en la playa de Caños de Meca, por empleados de los propios servicios de extinción que, igual que Sísifo, hacen arder los pastos agrarios para extinguirlos después, simulando ser héroes cuando no son más que terroristas medioambientales.
La industria del mal siempre ha sido un negocio muy rentable. Acaso por eso el ministro de Fomento, Óscar Puente, que ha devuelto a nuestra portentosa red ferroviaria al siglo XIX, se ha sumado a la obscena timba de interpretar esta desgracia general en función de sus ridículos intereses políticos. Que el titular de la cartera de Transportes es un alma sectaria lo sabíamos. Que, como cuentan algunos históricos del PSOE, sea popular entre las bases socialistas dice poco en favor de los militantes, salvo que no tienen remedio y han perdido el contacto con las evidencias y hasta con el mundo terrestre. También con buena parte de sus votantes.
“Cuando las catástrofes han terminado siempre se hace algo de retórica”, escribió Albert Camus. Puente no se ha molestado en esperar a que los incendios se atenúen. La destrucción causada por el fuego o los infinitos fallos de circulación en las líneas de Ave son asuntos despreciables para Su Excelencia. Por eso dedica todas sus horas a hacer chanzas sobre sus adversarios mientras parajes como Las Médulas se queman.
Cabe aplicarle pues la descripción establecida por el escritor alemán Herman Hesse en uno de los fragmentos –dedicados a la política– de sus maravillosas Lecturas para minutos: “Quien no encaja en este mundo está siempre cerca de encontrarse a sí mismo. Quien no encaja en él, no se encontrará nunca, pero llegará a convertirse en consejero nacional”. Vivimos en una España reseca, hostil y extrema donde los idiotas premiun se creen personajes ilustres, pero no ejercen sino como monos de feria.