Ya son varias las voces que se han alzado, en un lado y en otro del espectro político, para solicitar la ilegalización de determinados partidos políticos con representación parlamentaria, tanto en el Congreso de los Diputados, como en las asambleas legislativas de determinadas comunidades autónomas.

El caso más reciente ha sido el de Compromís, que hace unas semanas anunció que plantearía formalmente a Sumar, coalición de la que forma parte, estudiar la ilegalización de Vox “por tratarse de un partido fascista”.

Y este, a su vez, hizo lo mismo a principios del pasado año, cuando propuso la ilegalización de los partidos independentistas “por el mero hecho de serlo”. Medida que afectaría no solo a los catalanes Junts, ERC, CUP y Aliança Catalana, sino también a la formación vasca Bildu.

Unos y otros, sin embargo, parecen olvidar el tenor literal de nuestra Constitución, cuyo artículo primero proclama como valor superior del ordenamiento jurídico, junto a la libertad, la justicia y la igualdad, el pluralismo político. El cual, a su vez, según su artículo sexto, se articula fundamentalmente por los partidos políticos, que concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política.

Un pluralismo que, en palabras del Tribunal Constitucional, en una temprana sentencia de 1981, exige la diversificación del poder y la existencia de grupos o partidos en competencia por el mismo, en atención a la importancia decisiva que tienen en las modernas democracias.

Porque la democracia, la real, implica heterogeneidad y divergencia de opiniones, que pueden no ser compartidas, pero que han de ser respetadas siempre y cuando no constituyan delito.

Así pues, un panorama político monocolor o situado solo a un lado de la balanza, que es lo que pretenden algunos, autoritarios disfrazados de demócratas, no es otra cosa que la implantación de un régimen totalitario. De izquierdas o de derechas. Da igual. El mismo perro con distinto collar.

Por ejemplo, en España, durante la dictadura franquista, existió una “democracia orgánica”, que no era otra cosa que una “democracia de derechas”, pues todas las familias políticas de ese lado, desde monárquicos hasta falangistas, eran aceptados. A diferencia de la izquierda, que fue perseguida y castigada. Una falsa democracia, sin duda, pues ignoraba las ideas de una gran parte de la ciudadanía.

Y algo similar ocurría en la Unión Soviética, que instauró la llamada “democracia socialista o popular”, en la que, sobre el papel, el poder residía en la clase obrera, a través de los soviets. Aunque, en realidad, quienes gobernaban y hacían y deshacían a su antojo eran las élites del Partido Comunista.

Una “democracia” más falsaria aún, si cabe, que la franquista, ya que en la Unión Soviética se persiguió no solo a la derecha, sino también a toda la izquierda no comunista, como a los anarquistas, e incluso también a una parte de la izquierda comunista, los llamados trotskistas.

En resumen, la auténtica democracia exige la convivencia entre quienes piensan distinto. Y precisamente por ello, porque conocían los errores (y los horrores) del pasado, los padres de nuestra Constitución, representantes de ideologías dispares, decidieron consagrar en su primer artículo el pluralismo político. Para blindarlo contra quienes, en un futuro, quisieran construir una sociedad donde reinase lo homogéneo.

Por supuesto, esto no quiere decir que un determinado partido político no pueda ser declarado ilegal y ser disuelto. Pero para ello se requiere que incurra en alguna de las causas mencionadas en la Ley Orgánica de Partidos Políticos, es decir, que su actividad vulnere los principios democráticos, persiga deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático.

Y, en concreto, cuando, de forma reiterada y grave, promueva, justifique o exculpe los atentados contra la vida o la integridad de las personas, o su exclusión o persecución por razón de su ideología, religión o creencias, nacionalidad, raza, sexo u orientación sexual, fomente o legitime la violencia como método para la consecución de objetivos políticos, o apoye políticamente la acción de organizaciones terroristas.

Unas causas en las que, según el Tribunal Supremo, incurrió Batasuna, y sus sucesores Acción Nacionalista Vasca y Partido Comunista de las Tierras Vascas, por su vinculación con la organización terrorista ETA, así como el Partido Comunista de España (reconstituido), por tratarse del brazo político de la también organización terrorista GRAPO.

Pero más allá de estos casos, más que flagrantes, siempre se ha considerado que el pluralismo político debe primar sobre otros criterios. Y ojalá siga siendo así. Porque, de cambiar esta situación, España dejaría de ser una democracia real para convertirse, según quien controle las instituciones en ese momento, en una “democracia orgánica” o en una “democracia popular”. Y, sin duda, ningún demócrata desea que esto suceda.