La corrupción en la contratación pública es un fenómeno que erosiona la confianza en las instituciones, distorsiona la asignación de recursos y perpetúa desigualdades sociales. Aunque los medios administrativos, como los controles internos, auditorías y regulaciones, están diseñados para prevenir y sancionar estas prácticas, en la realidad suelen ser insuficientes o incluso manipulados para facilitar el enriquecimiento ilícito y el abuso de poder.
He sido presidente de un tribunal de contratos por muchos años. Intentaré establecer una mirada crítica y detallada sobre cómo opera realmente la corrupción en la contratación pública, más allá de los discursos oficiales y las narrativas idealizadas.
La contratación pública, en teoría, está diseñada para garantizar la transparencia, la competencia y el uso eficiente de los recursos del Estado. Sin embargo, en la práctica, es un terreno fértil para la corrupción debido a la cantidad de dinero involucrado, la discrecionalidad en la toma de decisiones y la complejidad de los procesos.
La discrecionalidad es uno de los grandes caballos de batalla que tuvieron los tribunales. Se intentó atajar, pero a la vista está de que los resultados son ínfimos. La corrupción no es un acto aislado, sino un sistema estructurado que involucra a múltiples actores: funcionarios públicos, empresarios, intermediarios y, en ocasiones, hasta ciudadanos que se benefician indirectamente.
El proceso comienza con la planificación viciada. Es un clásico y lo he podido intuir muchas veces. En muchos casos, los pliegos de condiciones se redactan de manera que favorezcan a una empresa específica. Esto se logra incluyendo requisitos técnicos o financieros tan específicos que solo una compañía predeterminada los cumple.
Por ejemplo, se puede exigir experiencia en un proyecto idéntico en una región concreta o un volumen de facturación que excluye a competidores más pequeños. Este "traje a medida" no siempre es evidente, aunque se intuya como he dicho, ya que se disfraza con tecnicismos legales que dificultan su impugnación.
Otro mecanismo común es la fragmentación de contratos. Para evitar licitaciones abiertas, que suelen estar más fiscalizadas, los proyectos se dividen en contratos más pequeños que caen bajo umbrales que permiten adjudicaciones directas o procesos menos rigurosos. Así, una obra de infraestructura que debería licitarse públicamente se descompone en varios contratos menores, adjudicados a empresas afines sin competencia real.
La corrupción en la contratación pública no sería posible sin una red de complicidades. Los funcionarios públicos son clave, ya que tienen el poder de influir en las decisiones de adjudicación. Su motivación puede ser económica (sobornos, comisiones) o política (favores para mantener el poder o ascender en la jerarquía).
En algunos casos, los funcionarios no reciben dinero directamente, sino beneficios como viajes, regalos o promesas de empleo futuro en el sector privado, una práctica conocida como "puertas giratorias".
Por otro lado, las empresas involucradas no siempre son grandes corporaciones. Muchas veces, se crean compañías fantasmas o de fachada que sirven como vehículos para canalizar fondos. Estas empresas suelen estar vinculadas a políticos o funcionarios a través de testaferros. En otros casos, las empresas legítimas forman cárteles para repartirse contratos, acordando de antemano quién ganará cada licitación y presentando ofertas ficticias para simular competencia.
Un tercer actor importante son los intermediarios, como consultores o abogados, que actúan como enlaces entre los funcionarios y las empresas. Estos profesionales, con conocimiento profundo de los procesos administrativos, diseñan estrategias para burlar los controles y garantizar que el esquema funcione sin levantar sospechas. Su papel es crucial porque aportan la apariencia de legalidad a las operaciones corruptas.
Los sistemas de control administrativo, como auditorías, tribunales de cuentas o plataformas
electrónicas de contratación, suelen presentarse como la solución a la corrupción. Sin embargo, en la práctica, estos mecanismos son limitados y, en muchos casos, manipulables.
Por ejemplo, las auditorías suelen realizarse con retraso, cuando los contratos ya están ejecutados y los fondos desviados. Además, por citar algunos casos, los auditores pueden estar sujetos a presiones políticas o carecer de los recursos necesarios para investigar a fondo.
Los tribunales de contratos, además, solo cuentan con solvencia jurídica y nada más. Las plataformas electrónicas, como los portales de transparencia, son otro espejismo. Aunque obligan a publicar información sobre los contratos, esta suele ser incompleta, confusa o de difícil acceso para el ciudadano promedio.
Además, los datos pueden manipularse para ocultar irregularidades, como reportar montos inflados como "gastos imprevistos" o justificar adjudicaciones directas con argumentos de emergencia que no siempre son ciertos.
Otro problema es la impunidad estructural. Incluso cuando se detectan irregularidades, las sanciones suelen ser mínimas o inexistentes. Los procesos judiciales son lentos, y los responsables suelen contar con recursos legales para dilatarlos o evitar condenas. En muchos países, los organismos encargados de supervisar la contratación pública carecen de independencia, ya que sus líderes son designados por los mismos poderes políticos que deberían fiscalizar.
Luego está el caso de la contratación menor, mal utilizada a veces, aunque muy necesaria. Se dice que no importa, que es poca cantidad. Pero mucha gente se ha hecho muy rica con esa contratación menor.
Para ilustrar cómo funciona la corrupción en la contratación pública, consideremos un caso típico: la construcción de una carretera. El proceso puede comenzar con un estudio de viabilidad inflado, encargado a una consultora cercana al gobierno, que justifica un presupuesto desproporcionado.
Luego, el pliego de licitación se diseña para favorecer a una constructora específica, que a su vez subcontrata partes del proyecto a empresas vinculadas a funcionarios, cobrando márgenes exorbitantes por trabajos de baja calidad o incluso inexistentes. Otro mecanismo común es el pago por servicios ficticios.
Por ejemplo, una empresa adjudicataria puede contratar a una consultora que no realiza ningún trabajo real, pero que sirve como canal para transferir fondos a los corruptos. Estas consultoras suelen estar registradas a nombre de familiares o socios de los funcionarios implicados.
La modificación de contratos es otra práctica extendida, y está permitida por la ley. Una vez adjudicado un contrato, se aprueban modificaciones o ampliaciones que incrementan significativamente el costo original, sin justificación técnica sólida. Estas modificaciones suelen pasar desapercibidas porque se presentan como ajustes necesarios para imprevistos, pero en realidad son una forma de desviar fondos adicionales.
Podrá hacer un tratado sobre modificados random, como dirían mis hijos para dar un toque moderno. La corrupción en la contratación pública no es solo un problema técnico, sino también cultural. En muchos contextos, estas prácticas están tan normalizadas que se perciben como "el costo de hacer negocios".
Hace poco un empresario implicado daba esta explicación. Los ciudadanos, desinformados o resignados, suelen aceptar estas dinámicas como inevitables, lo que reduce la presión para reformar el sistema. Yo soy pesimista en este aspecto. Está muy instaurada en nuestra sociedad.
Las consecuencias son devastadoras. Los recursos públicos se dilapidan en proyectos mal ejecutados o innecesarios, lo que limita la inversión en servicios esenciales como salud o educación. Además, la corrupción refuerza la desigualdad, ya que beneficia a una élite conectada políticamente mientras excluye a empresas honestas y ciudadanos comunes.
Siempre lo digo en mis clases, por lo menos en España la mayoría de obras, aunque con corrupción, se hacen. Otros países, como Alemania o algunos más nórdicos, no pueden decir lo mismo, aunque no lo parezca.
Combatir la corrupción en la contratación pública requiere más que fortalecer los medios administrativos que ya, entiendo, que son demasiados y no atacan las raíces del problema que son la falta de voluntad política, la impunidad y la normalización cultural de estas prácticas.
Es necesario promover una ciudadanía activa que exija rendición de cuentas -muy difícil de hacer, puesto que, por ejemplo, hasta algunas organizaciones que publican sus cuentas privadas estas son de muy difícil comprensión hasta para expertos-, así como reformas estructurales que garanticen la independencia de los organismos de control y sanciones efectivas para los corruptos -también muy difícil de hacer ambas-.
Soy muy pudoroso con esto, pero a alguien que es interventor y tiene estudios no solo jurídicos, sino económicos y de ingeniería es difícil que se la den con queso. Esto explicaría muchas cosas. Propuse el tema de las sanciones ya hace años y fue denegado en segundos.
En definitiva, y unido a mi pesimismo en este tema, la corrupción en la contratación pública no es un fallo del sistema, sino un sistema en sí mismo, cuidadosamente diseñado para beneficiar a unos pocos. Entender su funcionamiento real es el primer paso para desmantelarlo, pero requiere un esfuerzo colectivo que trascienda las soluciones técnicas y apunte a un cambio profundo en las dinámicas de poder. De momento, no lo veo.