Uno no entiende de qué se queja esta gente. Se pasan la vida dando la tabarra con el dichoso Mantinc el català, se muestran satisfechos en las redes sociales cada vez que humillan a una cajera de supermercado o a un camarero que no entiende el catalán, llevan a cabo campañas de acoso contra médicos que no les atienden en catalán, y bien contentos que están de esos comportamientos, qué digo contentos, orgullosos incluso. Pero en cuanto una compañía de teatro lleva al escenario esas conductas, en lugar de alegrarse porque por fin alguien valora su proceder y lo muestra al mundo desde un escenario, se enfadan.

¿En qué quedamos, oigan? ¿Mantienen el catalán ante quienes no lo entienden, o no lo mantienen? ¿Consideran que para la pervivencia de la lengua no deben dejar de hablarla nunca aunque queden como maleducados, o no lo consideran?

En su “polémica” pieza teatral, la compañía Teatro Sin Papeles no ha hecho más que reconocer a los defensores del catalán su ingente trabajo, ese no desfallecer nunca, ese hablar catalán a toda costa, aunque sea a costa de quedar como unos imbéciles.

La obra representada fue un homenaje a todos esos catalanes a quienes lo que les importa de un médico no es tanto que les cure, como que les atienda en catalán, ciudadanos capaces de anteponer la salud de la lengua a la suya propia, unos auténticos héroes, en fin. Si yo fuera uno de esos defensores acérrimos del catalán, me encantaría que, por fin, desde un escenario, alguien se hiciera eco de mis esfuerzos. Ellos, no. Ellos, se enfadan. No hay quien les entienda.

Uno ya no sabe cómo contentarlos: si se representa una obra en la cual se pasan educada y respetuosamente al castellano para hacerse entender con quienes no hablan catalán, se ponen hechos una furia, porque eso equivale a tratarlos de timoratos y a normalizar un comportamiento que no debe tenerse jamás en la vida real: “Nosaltres no hem de canviar de llengua, si hi posen una mica de bona voluntat, acabaran entenent el català”. En cambio, si, haciéndoles caso, lo que se representa en el teatro es precisamente a catalanes que, contra viento y marea, mantienen el catalán con los castellanoparlantes, también se enfadan, en este caso porque consideran --no si razón, eso hay que reconocérselo-- que quedan como unos cretinos. No les gusta que se les represente de una forma, ni les gusta que se les represente de la contraria. Igual lo que quieren es eliminar el teatro de los escenarios.

Deberían repartir unos folletos a todas las compañías de teatro --profesionales y amateurs-- indicando con precisión cómo debe ser retratado un defensor del catalán en toda representación, si como educado y pusilánime, o como imbécil y resuelto. De esta forma, se ahorrarían disgustos y, lo que es mejor, nos ahorrarían a los demás la vergüenza ajena de verlos atacar a una simple obra de teatro porque no les gusta lo que allí se ha escenificado, como en los mejores tiempos del franquismo.

Todo ello no hace más que confirmar que en Cataluña subsiste un curioso concepto de la libertad de expresión, único en el mundo, que consiste en que uno puede decir absolutamente todo lo que le venga en gana, pero los demás solo pueden decir lo también le venga en gana a uno. Uno puede repetir por televisión y radio --públicas y pagadas por todos, por supuesto-- “puta España” hasta quedar afónico, pero ay de aquel a quien se le ocurra hacer sátira contra los símbolos catalanes o contra la perra que les ha dado ahora con la lengua, cuando la mayoría de ellos no son capaces ni de escribir dos líneas en catalán sin cometer cinco faltas de ortografía.