La Unión Europea atraviesa una profunda crisis de identidad y de objetivos compartidos. Aunque nació como un proyecto de paz, cooperación y bienestar común, su existencia efectiva como entidad política sólida y unida siempre ha estado en tensión con los intereses nacionales. 

El avance del populismo nacionalista, una izquierda desorientada y una derecha liberal incapaz de liberarse del cerco de la ultraderecha, ponen en jaque sus valores fundacionales. La razón como vector político cede terreno ante la manipulación emocional, que erosiona la confianza ciudadana y alimenta el escepticismo. Sin embargo, la esperanza no debe darse por perdida. La construcción de una UE solidaria y justa aún es posible, pero exige una ciudadanía crítica, liderazgos valientes y un nuevo pacto social que ponga la justicia social, la sostenibilidad y los derechos humanos en el centro del proyecto europeo.

La Unión Europea ha sido, pese a sus contradicciones, uno de los proyectos políticos más ambiciosos y exitosos del siglo XX. Nacida tras dos guerras mundiales, logró lo difícil de imaginar: mantener la paz entre enemigos tradicionales, crear un mercado único que facilita la libre circulación de personas, bienes y capitales, y promover estándares comunes en derechos humanos, medioambiente y protección social. 

Políticamente, la UE ha contribuido a consolidar la democracia en países que salían de dictaduras o fuertes conflictos internos. Económicamente, ha favorecido el desarrollo de regiones periféricas mediante la utilización de los fondos estructurales, fortaleciendo a sus miembros frente a desafíos globales, cada vez más acuciantes. Socialmente, ha impulsado avances en igualdad, educación y cooperación científica.

Sin embargo, estos logros se ven amenazados por una deriva nacionalista que debilita la integración. La UE es más necesaria que nunca para hacer frente a crisis transnacionales como el cambio climático, las migraciones o el incremento de la desigualdad. Solo una Europa unida puede defender sus valores en un mundo multipolar. La clave está en democratizar sus instituciones, reforzar la cohesión social y recuperar la confianza ciudadana. La pregunta no es si la UE existió o existe, sino si queremos que siga existiendo como espacio de paz, justicia y solidaridad.

Analicemos algunos de los elementos que definen el escenario europeo actual:

Un elemento por retener y considerar sería el auge de la extrema derecha en la UE. Ante la inseguridad económica, el incremento de la inmigración y la incertidumbre global, la extrema derecha ha sabido instrumentalizar el miedo al nuevo escenario, simplificando problemas complejos y ofreciendo soluciones populistas. Su discurso nacionalista resulta seductor para una parte del electorado.

Sin duda, el auge de la ultraderecha nacionalista amenaza la cohesión de la UE, debilitando los valores fundacionales como la solidaridad, la inclusión y la cooperación. Una de las consecuencias más preocupantes es la normalización del discurso racista o antidemocrático. Lo que antes era marginal, hoy gana espacio en los parlamentos y medios.

Otro elemento que sin duda contribuye al avance ultra, son los errores cometidos por las izquierdas europeas al alejarse de las preocupaciones cotidianas de las clases trabajadoras, tradicionalmente su base electoral. El fenómeno “woke”, aunque centrado en cuestiones evidentemente importantes —como el género, la raza o el lenguaje inclusivo—, ha debilitado a la izquierda al generar la percepción de que ha abandonado sus principios tradicionales de justicia social, haciendo que los trabajadores sientan que sus preocupaciones han sido relegadas.

Al subestimar el impacto de la globalización neoliberal, la izquierda no ha logrado ofrecer una alternativa clara al modelo económico dominante, lo que ha generado una sensación de abandono en sectores golpeados por la desindustrialización, la precarización laboral y la migración desregulada.

Todo esto ha abierto el camino a la extrema derecha, que, con mensajes simples y emocionalmente efectivos, ha ocupado el espacio del descontento y la rebeldía de una parte de la juventud.

Analicemos por último la necesidad de disponer de una autonomía estratégica que permita la defensa común y compartida.  “Durante décadas, la UE ha delegado su seguridad principalmente en la OTAN, es decir, en Estados Unidos. Sin embargo, la deriva aislacionista del “trumpismo” y la amenaza real que representa la Rusia de Putin, agresiva y expansionista, han evidenciado la vulnerabilidad europea, que debe abandonar la condición de beligerante, impuesta por la OTAN-Casa Blanca, con su 5% de tributo imposible y adquirir la condición de árbitro entre las superpotencias Estados Unidos y China”.

La defensa europea no puede limitarse al escenario militar. Debe incluir la defensa de los valores democráticos frente a la desinformación, el autoritarismo y el ultranacionalismo. Autonomía no significa aislamiento, sino capacidad de actuar con independencia y credibilidad. Para ello, la UE debe asumir que su supervivencia geopolítica requiere tanta fuerza militar como unidad política real.

Urge que la Unión Europea haga frente común al populismo ultranacionalista que la fragmenta y la hace inoperante, que sus líderes entiendan que lo que la hace fuerte y necesaria es el compromiso conjunto y solidario para recuperar su alma fundacional.