Ayer, nada más levantarme, me enteré vía WhatsApp de la muerte de mi amigo Joan de Sagarra. Llevaba un tiempo enfermo y era consciente de que tarde o temprano me llegaría el fatídico mensaje, así que ya me había hecho un poco a la idea de que no volvería a quedar con él ni con su nieta para tomar el aperitivo y conversar sobre nuestros ancestros —su padre, el escritor Josep Mª de Sagarra, y mi bisabuela materna, Maria Siscar de Castellarnau, eran primos—, mientras mi hijo se zampaba todas las patatas fritas de la mesa.
A Joan le hacía mucha ilusión que mi hijo viniera a nuestros encuentros, le parecía fantástica mi decisión de haber sido madre soltera, sin hombres de por medio, aunque me recordaba que una vez terminase mi fase de “mamá cuidadora” tenía que volver a tomarme en serio mi carrera como escritora. “A ver, ¿tú eres escritora de verdad? ¿Tienes esa necesidad de sentarte cada día a escribir? Porque, si no, no lo eres…”, me reprochaba cuando le decía que no estaba escribiendo (ni leyendo) nada por falta de tiempo.
Joan era un hombre de una curiosidad intelectual inmensa, capaz de devorar alta literatura en francés, pero también de tragarse todas mis novelas —todas — y darme su opinión sin tapujos. Siempre le agradeceré que, en mayo del año pasado, ya frágil de salud, viniera a la presentación de mi último libro, un acto abarrotado de familia y amigos que, además de ser a las siete de la tarde (a esa hora él ya solía estar encerrado en casa), trataría sobre la crisis de los 40 y mis enredados en Tinder, dos temas que a él le interesaban un pepino. Me encantaba su sinceridad. No le hacía la pelota a nadie, y eso, en el mundo de la cultura catalana, era una excepción en toda regla.
No puedo evitar sentir remordimientos por no haberle llamado más a menudo este último año, por no haberle propuesto ir a tomar el aperitivo o a comer al menos una vez al mes, como hacíamos antes de que naciera mi hijo. Íbamos a sus sitios favoritos —la bodega Sepúlveda, el Bauma, el antiguo 'José Luis' de la calle Tuset, convertido ahora en el Tapas 24, a uno de filetes y ostras en el paseo de Gràcia, que ahora no me acuerdo cómo se llama, pero que a él le encantaba, porque se sentaba en la terraza con su Jameson a leer la prensa extranjera y a observar la pinta estrafalaria de los turistas extranjeros.
Joan era también un gran fan de la cocina italiana, sobre todo siciliana, y un día se me ocurrió llevarlo al restaurante de un amigo siciliano, en la zona alta de Barcelona. Todo un atrevimiento por mi parte, que resultó en un fracaso. La comida no estaba a la altura, y Joan no se cortó un pelo en decírmelo. Era terco y excesivamente sincero, pero me hacía reír. Y me hacía sentir que yo valía, y que a veces ser “rara” o diferente me haría la vida más complicada, o quedarme al margen de las oportunidades, pero que no tenía que renunciar a quien era.
Desde ayer llevo puesto un reloj del Snoopy de color azul eléctrico que le regaló a mi hijo el pasado verano. Joan tenía un montón de relojes Swatch de colores chillones, como yo. También le regaló una baraja de cartas estampadas con diferentes tipos de mariposas, "papillons”, de la marca francesa Deyrolle, un precioso peluche blanco y una grúa que hacía luces y sonidos y que duró todo lo que tenía que durar.
Estimat Joan, gràcies per haver estat al meu costat. Et trobaré a faltar.