Parenostre, dirigida por Manuel Huerga y escrita por Toni Soler, se sumerge en el fatídico día de julio de 2014 cuando el escándalo de las cuentas ocultas de Jordi Pujol en Andorra hizo añicos su legado.

La película promete un retrato crudo y humano del colapso de un clan que dominó la política catalana durante décadas, pero se queda a medio camino, atrapada entre la ambición de ser un drama psicológico y la tentación de justificar al patriarca a costa de culpar a su entorno.

El guión de Soler, que recrea la crisis familiar desencadenada por la inminente publicación de El Mundo, quiere mostrar a Pujol (Josep Maria Pou) como un hombre superado por las circunstancias, un líder devoto de Cataluña cuya tragedia radica en no haber controlado las ambiciones de su esposa, Marta Ferrusola (Carme Sansa), y sus hijos, especialmente Jordi Jr. (Pere Arquillué) y Oriol (Eduard Lloveras).

La cinta sugiere que Marta, presentada como una matriarca astuta, y los hijos, retratados como oportunistas deslumbrados por el poder y el dinero, fueron los verdaderos artífices de un entramado corrupto que operaba a espaldas de un Pujol absorto en sus ideales.

Esta narrativa, sin embargo, es tan sesgada como frágil. Las investigaciones judiciales, que la película menciona de pasada, apuntan a Pujol como el centro de una estrategia deliberada para ocultar fondos, con documentos que él mismo firmó. Pretender que su esposa e hijos actuaron solos roza la manipulación, aunque seguramente sea cierto que al patriarca le interesase más el poder que el dinero.

Josep Maria Pou, con su imponente presencia, nos entrega una interpretación magnética, aunque su Pujol resulta más mítico que humano, un titán abatido por la traición familiar más que por sus propios errores.

Carme Sansa dota a Marta de una mezcla de frialdad y devoción maternal, pero el guión la reduce a una caricatura de madre protectora.

Los hijos, especialmente Jordi Jr., son poco más que estereotipos de avaricia, y personajes secundarios como Artur Mas (David Selvas) o Victoria Álvarez (Sílvia Abril) apenas tienen peso, diluidos en un reparto que parece más decorativo que funcional. 

Visualmente, Parenostre sorprende por su apuesta arriesgada: rodada íntegramente en un plató virtual, recrea desde el comedor de los Pujol hasta paisajes catalanes con un efectismo digital que, aunque innovador, a veces distrae más que sumerge.

La música, discreta, pero efectiva, acompaña los momentos de tensión, pero el montaje sufre por flashbacks torpes –como un infantil Pujol prometiendo “reconstruir Cataluña”– que rozan el ridículo. 

La película tiene momentos de fuerza, especialmente cuando explora la hipocresía de un clan que predicaba moralidad mientras escondía millones en paraísos fiscales. Sin embargo, su intento de redimir a Pujol, presentándolo como un mártir traicionado por los suyos, es su mayor pecado.

Parenostre evita confrontar incómodas verdades, como el escándalo de Banca Catalana (que es el origen de tantos años de silencio e impunidad) o las mordidas del 3% como mínimo, y pasa de puntillas por la doble moral de un líder que, mientras hablaba de “fer país”, permitía o fomentaba un sistema de corrupción sistémica que empezaba por su propio partido.

En su afán por ser equidistante, la cinta termina siendo complaciente. Quiere abrir un debate sobre el legado de Pujol, pero al culpar principalmente a su esposa e hijos, parece más interesada en absolver al patriarca que en analizarlo.

Parenostre es un drama que entretiene, pero decepciona por su falta de valentía para mirar de frente a una de las figuras más complejas y controvertidas de la Cataluña contemporánea.