No existe nada como la secular púrpura vaticana y la inigualable pompa católica para convertir un hecho natural –en este caso, una muerte– en un acontecimiento planetario. El deceso de Bergoglio, convertido en el Papa Francisco, capta desde el lunes de Pascua la atención general no sólo por sus implicaciones religiosas, al quedar vacía la cúspide jerárquica de la Iglesia de Roma, sino por su condición de símbolo cultural y político.
El Vaticano, el Estado más diminuto del orbe y, paradójicamente, uno de los más influyentes desde que cimentase su autoridad sobre los cimientos del destruido imperio romano –el Pontifex Maximus no era otra cosa más que el César– no es una democracia y, sin embargo, sus modos y maneras seducen a todos los gobernantes del mundo, que en su fuero interno anhelan poseer la misma condición que el sucesor del apóstol Pedro: ser monarcas que ejercen en calidad de santos, disfrutan del atributo (ante los creyentes) de encarnación divina y gozan del don de la infalibilidad.
De esta intensa atracción podemos obtener conclusiones: lo que persiguen todos los políticos es el poder absoluto; para ellos la democracia sólo es un instrumento, no necesariamente una convicción. Igual que los Papas antiguos, hasta el más diminuto de ellos quiere una corte y necesita una doctrina que predicar, aunque ninguna de estas dos cosas no sean estables, sino pasajeras.
Cualquier poder, coercitivo o tácito, ambiciona la Eternidad, a pesar de que todas las criaturas terrestres seamos mortales. Nadie como el Vaticano ha conseguido cristalizar en un ritual esta paradoja: los Papas se suceden unos a otros, nombran a quienes los eligen –un cuerpo electoral cerrado, pero no siempre cautivo– y proyectan una idea suprema de estabilidad, una ficción que –igual que el mensaje cristiano– conjura la muerte y el miedo, las dos experiencias críticas comunes a todos los seres humanos.
La elección de un Papa, con su ritual de fumatas negras y blancas, no deja de ser un acto político, además de una operación de propaganda. El perfil del ungido es un indicio de por dónde discurre el curso de los tiempos, además de una señal de orden sociológico que muestra cómo interpreta Roma los cambiantes equilibrios de poder en el mundo.
El deceso de Francisco es una variante contemporánea del fenómeno de la idolatría: multitudes adorando a un hombre, vestido de blanco, el color de la pureza, pero también la representación cultural del luto en muchas culturas, que representaría a un Dios mudo y lejano. La muerte de un Papa se asemeja así, aunque sin más sangre que las de las túnicas, a la muerte de Cristo, perpetuando su mensaje: los hombres pasan, la Iglesia permanece.
Como apuntase el historiador Will Durant, una de las señales para identificar a los pensadores modernos es que, en lugar de discutir sobre la autoridad del Papa, se cuestionaban por la existencia de Dios. A tenor de este argumento, parece que estamos volviendo a un paradigma político autocrático –recubierto de alta tecnología– que acepta sin discusión la concentración de poder y se contenta con tratar de influir en las cúspides en vez de promover cambios desde la base social.
La muestra es que muchos ilustres ateos, adscritos a eso que todavía llamamos la izquierda, sin serlo, pontifican estos días sobre la trascendencia de Francisco como reformador social y reclaman que se designe a un sucesor de perfil similar. ¿No es maravilloso? Es cosa notable esta de opinar sobre una organización en la que ninguno milita, pero que quieren que avale su posición personal o su opción política.
Este ejército de (neo)vaticanistas produce una infinita ternura, igual que, en la adolescencia, uno termina formando una pareja con quien le hace caso, en vez de con quien desearía. Auguramos una decepción colosal: el poder total, que es el que rige en la Iglesia, y el que quisiera tener cualquier político, no trabaja en función del interés general, sino sobre la base de los intereses particulares de quien ocupa en cada momento la supremacía. Por eso se llama poder. Y por eso es absoluto. Sirva de piadosa advertencia para los ingenuos. El símbolo de la sede vacante de Roma es una lección de que, en la vida, la política es una constante. Igual que la muerte.