Hace algún tiempo, allá por los años 70, cuando comenzó la Transición a la democracia en España y los políticos todavía eran estadistas y no profesionales del márketing, uno de estos hombres de Estado fue entrevistado sobre el proyecto de texto constitucional y sus errores. Unos errores, a su juicio, muy graves, que generarían consecuencias nefastas en el futuro. Es decir, hoy.

Se llamaba José María Gil Robles. Y, pese a los intentos de algunos de desvirtuar sus palabras por su presunta afiliación “fascista”, que son todos quienes no piensan como ellos, conviene recordar que, en 1947, negoció en Londres con el socialista Indalecio Prieto la restauración de la monarquía y, en 1962, tomó parte en el Congreso del Movimiento Europeo, el llamado contubernio de Múnich, junto a otros grupos de la oposición al régimen de Franco. 

Su mensaje fue claro, sobre todo respecto de la regulación de los partidos políticos. “La Constitución -dijo- establece unos mecanismos de relación entre los poderes del Estado que acabarán porque no exista en España una democracia, sino una partitocracia. Es decir, el triunfo de los partidos políticos y, de hecho, el triunfo de la minoría que mangonea esos partidos a base de una mayoría de diputados sumisos y transigentes y una opinión pública totalmente marginal”.

La Constitución de 1978 fue la primera de la historia de España en reconocer a los partidos en su texto. Y, además, lo hizo en su Título Preliminar, junto a declaraciones de gran importancia, como la soberanía nacional, la forma política del Estado o los valores superiores del ordenamiento jurídico. Una decisión que tuvo su razón de ser, en tanto lógica reacción a 40 años de dictadura y antipartidismo férreo.

Pero, como suele suceder cuando se toman decisiones para contrarrestar una situación extrema, aquí la balanza también se inclinó demasiado hacia el lado contrario. Se abandonó, pues, el necesario justo medio aristotélico y se otorgó a los partidos políticos un poder hasta entonces desconocido, que les ha permitido, en muchos casos sin control, desplegar su influencia por doquier, incluso en los ámbitos ajenos a la esfera política misma.

También en palabras del Sr. Gil Robles, escritas en un artículo publicado en diciembre de 1978 en el diario ABC: “en virtud de una deformación difícilmente evitable, el partido tiende a convertirse en grupo de intereses más que en condensador de doctrinas y confunde, incluso de buena fe, su predominio con el bien de la colectividad”.

Puede que, debido a estas circunstancias, aunque los artículos 6 de la Constitución y de la Ley Orgánica de Partidos Políticos establezcan que éstos han de tener una organización y un funcionamiento democráticos, en la práctica, en ciertos casos no suceda así. Y un claro ejemplo de ello es la llamada “disciplina de partido”, que impone a los diputados de la inmensa mayoría de ellos, según sus estatutos, la obligación de votar en las Cámaras en el sentido impuesto por su propio partido o, mejor dicho, por el “líder” del mismo.

Así lo hace, por ejemplo, la normativa reguladora de los cargos públicos del PSOE, cuyo artículo 6 dispone que “en todos los casos, los/as miembros del Grupo Parlamentario Federal están sujetos a la unidad de actuación y disciplina de voto. Si no la respetasen, el Grupo Parlamentario y la Comisión Ejecutiva Federal podrían denunciar su conducta al Comité Federal”. El artículo 16.1.e) de los Estatutos Nacionales del PP, que tipifica como infracción muy grave “la desobediencia a las instrucciones o directrices que emanen de los órganos de gobierno y representación del Partido siempre que sean acordes a los Estatutos, así como de los Grupos Institucionales del mismo”. O los artículos 96 de los Estatutos de Podemos y Ciudadanos, que se refieren expresamente a “los principios de unidad de actuación y disciplina de voto”.

Unos preceptos que, a juicio del que suscribe, contravienen de forma clara lo consagrado en el artículo 67 de la Constitución, según el cual “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Y ello porque mandato imperativo es, por definición, cualquier orden dada con el objetivo de dirigir el sentido del voto.

Así las cosas, 46 años después de la exposición premonitoria del Sr. Gil Robles, asentada y asumida ya la Constitución, pese a sus ventajas, que son muchas, los errores cometidos en su texto se han manifestado exactamente de la forma en que fueron advertidos. Por ello, tal vez sea el momento de replantearnos ciertas cuestiones, como la relativa al funcionamiento y la posición de los partidos políticos en el sistema democrático. Para que éste sea tal y no degenere, en palabras de Aristóteles, en demagogia.