Las últimas encuestas ponen los pelos de punta. El discurso racista y xenófobo de la extrema derecha está calando en la sociedad. La derecha más extrema llega al 17% de la mano de Vox y de un Alvise que lejos de desaparecer ha revivido. Y eso que la encuesta de El País no incluye Aliança Catalana.

El CEO sí lo hizo y situó a la extrema derecha de “els catalans primer” se dispara y multiplica por 5 su representación en el Parlament. No lo hace a costa de Vox, ni mucho menos, lo hace a costa de Junts. Los de Santiago Abascal también suben en Cataluña, dejando adormecido a un PP que no acaba de despegar. 

Ambos grupos levantan la bandera de Trump, aunque nos da con el palo en la cabeza. Dicen que Trump es un loco. No lo creo. Quiere cambiar las reglas de juego del comercio internacional, recuperando el proteccionismo y el protagonismo de los Estados Unidos de América.

Tanto Santiago Abascal como Silvia Orriols han hecho frente común con Trump y no tienen intención de retirárselo. Todos los partidos se les han lanzado al cuello, el PP de Feijóo el primero, reivindicando el patriotismo. Bien está que lo hagan, pero ahí no se centra la batalla por el espacio de la derecha.

El auge de Vox y Aliança Catalana se sustenta en la erosión de valores como la diversidad cultural y sexual. Como indicaba el CEO del pasado marzo, no es solo la derechización política de la sociedad, sobre todo, hasta los 50 años, sino en un rechazo visceral al diferente. Ya sea por color de piel, por religión o por actitud sexual. 

El tema de la inseguridad, especialmente de la multirreincidencia, y de la gestión de la inmigración (el 28% de los empadronados en Cataluña es de origen inmigrante) que la extrema derecha equipara con delincuencia, con la islamofobia como forma de ver la sociedad, son preocupaciones sociales que tienen su público en la sociedad.

No en vano tanto Vox como Aliança tienen su fuerza en el campo y en las ciudades de más de 20.000 habitantes. Un público que siempre ha existido y que ahora abandona al PP en España y a Junts en Catalunya. 

A este discurso xenófobo y racista se añade un discurso simplista en política, al puro estilo Trump o Milei, y ya tenemos el coctel perfecto. Y en el caso de España pongan unas gotas de franquismo que, en algunas zonas, Madrid DF, es como una moda “que mola mazo”, y en Cataluña el idioma como signo de identidad -con los latinoamericanos como objetivo- acaban de aderezarlo. 

Por eso, me ha sorprendido -y muy gratamente- que los Obispos españoles hayan apoyado la Iniciativa Legislativa Popular que pretende legalizar a 500.000 inmigrantes, mano de obra que necesitamos en nuestra economía y que necesitamos integrar en derechos y deberes.

El golpe en la mesa de la jerarquía católica nos dice algunas cosas. Primero que no apuestan por ningún partido. Segundo, que no aceptan el marco ideológico de la extrema derecha que presenta al inmigrante como un peligro a nuestra cultura -los musulmanes- y a nuestras costumbres de convivencia -los latinos-.

Y tercero, interpela a la derecha que minimiza los riesgos de la extrema derecha, como el PP que tira de Vox para mantenerse en el poder, aceptando de forma borreguil sus postulados, o como Junts que siempre mantuvo unas posiciones maximalistas y excluyentes frente a los diferentes.

De hecho, me pareció muy oportuna la pregunta del ministro Ángel Victor Torres a cuenta de los menores de Canarias “¿El PP habría votado que no si los menores fueran blancos?” Me temo que si fueran rubios y con ojos claros no se hubiera opuesto. Eso se llama racismo.

Somos una sociedad diversa y plural. Somos una sociedad que necesita de otras gentes para salir adelante.

El nacionalismo excluyente -español y catalán- no puede seguir negando los derechos básicos a los diferentes cuando no nos fueron negados ni a españoles ni a catalanes cuando los inmigrantes éramos nosotros.

El problema es que la sociedad está yendo de cabeza a reincidir en el error. Un error que produjo horror y no hace tantos años.