Te debía algo, Miquel. Te debía algo desde hace mucho. Te debía un agradecimiento. Aunque, quizás, ni siquiera esa palabra dé la medida exacta de lo que te debía. Era el año 2019, tú cursabas 1º de Bachillerato y yo os había contado, bastante por encima, un problema relacionado con mi labor docente al que me iba a tener que enfrentar en las siguientes semanas. Aunque intenté utilizar el tono más aséptico posible, debiste de percibir mi preocupación. O, quizás, lúcido como siempre habías sido, supiste ver que el problema podía ser más grave de lo que yo quise demostrar. Y al final de la clase te acercaste —o quizás me viniste a buscar en otro momento, no recuerdo bien— y me dijiste que otros compañeros y tú ibais sacar una nota en mi defensa en una publicación digital en la que colaborabais o que gestionabais vosotros mismos: tampoco recuerdo bien.

Sí que recuerdo que te agradecí el gesto en aquel instante. Cómo no te lo iba a agradecer. Pero te lo agradecí de una forma cortés, sin demasiada efusividad, de un modo casi protocolario, muy a despecho de lo que verdaderamente sentí entonces. Pero no sabes cuánto me reconfortó aquello. No lo sabes porque nunca utilicé las palabras exactas. Yo era tu profesor y tú eras mi alumno, y a pesar de la confianza que siempre nos tuvimos, no me atreví a mostrar que aquel gesto había alcanzado —y sacudido— alguna fibra insondable. Y te volví a dar las gracias, otras gracias protocolarias, unos días después, cuando te dije eso, que te agradecía el gesto, pero que era mejor que no publicarais nada para no empeorar las cosas. Asentiste, quizás dijiste: “vale”, o quizás no dijiste nada, pero cuando evoco la escena creo recordar que lo que no me dijiste de palabra me lo dijiste con tu modo de mirarme: te seguía preocupando mi situación.

De aquello, que quedó en casi nada, no volvimos a hablar. Pero seguimos hablando de otras cosas, no solo durante aquel curso y el siguiente, sino cuando ya te habías ido a estudiar a Francia y volviste al instituto de visita. Y siempre tuviste palabras generosas conmigo, respecto a mi labor como profesor, esa clase de palabras que apuntalan y dan sentido a una profesión no siempre fácil.

Y esos momentos difíciles —como alguna vez que me había enfadado con vosotros— también me los recordabas, pero con aquella forma tuya tan socarrona de reaccionar ante todo, siempre con tu sonrisa inagotable y transparente, tu particular marca de agua que ya me mostraste en la primera clase en la que te tuve, en 2º de la ESO. De eso también me acuerdo, de que hiciste un comentario gracioso y te llamé la atención porque, ya sabes, yo era el profesor y tú, mi alumno. Pero tu humor y tu mirada incisiva ya me empezaron a cautivar entonces. Además, había algo de ti que me recordaba a mí mismo con tu edad.

Y eso, que veía en ti cosas de mí mismo, sí que te lo confesé al cabo de un tiempo, cuando me escribiste para preguntarme por uno de mis libros y acabamos quedando para tomar algo en la plaza del ayuntamiento de Figueras. Lo sé porque hace unos días estuve releyendo aquella conversación de hace apenas un par de veranos. Y en aquel encuentro me contaste que estabas trabajando en los Aiguamolls de l’Empordà y que empezabas Biología en septiembre, después de haber decidido volver a estudiar a Cataluña. Y allí estuvimos riéndonos de todo un poco, ya no exactamente como profesor y alumno, sino casi como dos viejos colegas que se encuentran después de algún tiempo. Todavía tuviste tiempo de recordarme, con tu sorna de siempre, un exabrupto mío en clase que a mí me seguía avergonzando un poco pero que a ti te seguía haciendo mucha gracia. En algún momento creo que incluso te dije: «Qué cabrón, siempre con lo mismo». Porque, recuerda, ya no éramos exactamente profesor y alumno, sino dos viejos colegas que se encuentran después de algún tiempo.

Te debía algo, Miquel, aunque ojalá nunca hubiera tenido que decírtelo de este modo. Ojalá no hubiera recibido nunca aquel correo, un domingo por la tarde de principios de febrero, que se convirtió en una especie de pala escarbando en el estómago y que me tuvo unos minutos yendo arriba y abajo en el comedor de mi casa mascullando que no podía ser, que no podía ser, que era demasiado injusto.

Y, sí, te debía un agradecimiento, Miquel, pero, sobre todo, te debía estas líneas. Y te las debía porque nos lo pidió tu madre cuando fuimos a despedirte. Sí, tu madre, con una entereza sobrecogedora, nos pidió que escogiéramos un recuerdo que tuviéramos contigo y lo guardáramos porque mientras una persona es recordada no muere nunca. Así que aquí te dejo el mío, Miquel. Te lo dejo envuelto en estas palabras que tanto me ha costado elegir.