Cuando entras en una administración pública por primera vez, los procesos pueden ser tan laberínticos como frustrantes. Las curvas de aprendizaje son lentas, se complican por intereses cruzados, maneras de hacer históricas y dinámicas humanas enredadas en redes políticas, y eso ocurre aquí y en cualquier país del mundo.
Sin embargo, si existe una segunda vez, entonces llegas con un mapa mental muy claro sobre los objetivos que quieres alcanzar y cómo hacerlo, porque sabes dónde están las trampas, los aliados, las regulaciones que sirven para construir y aquellas que obstaculizan sin propósito. La ventaja es clara: puedes actuar con rapidez, de manera quirúrgica, eliminando ineficiencias y trazando caminos de progreso y generando una dinámica positiva.
¿Pero qué ocurre cuando ese bisturí se convierte en motosierra? Donald Trump, en su segunda vuelta al poder, no sólo parece decidido a remover burocracia, sino que, al estilo de Javier Milei, ha optado por una herramienta mucho más drástica.
Más que eficiencia, Trump ejerce una política de choque frontal, desmantelando estructuras establecidas no siempre por convicción ideológica, sino en un impulso por exhibir una victoria aplastante.
Su idea original, supuestamente encaminada a la eficiencia, se ha desvirtuado hasta convertirse en una triunfocracia: el poder exhibido a través de la derrota visible y constante de sus rivales, internos y externos, cuya lista empieza a ser larga.
En lugar de diplomacia tradicional y soft power, el expresidente ha optado por extender listas de enemigos vencidos, convertidos en cadáveres políticos, empresariales y diplomáticos. Su liderazgo, lejos de construir sobre lo que ya se tiene, insiste en la exhibición continua de su capacidad de mando, quizás más motivado por las ovaciones en los mítines que por resultados sostenibles.
En mi libro El liderazgo de las hormigas planteo esta situación mediante una fábula: frente al ruido ensordecedor del liderazgo depredador, necesitamos un modelo radicalmente diferente. Aquí entran las hormigas, que simbolizan a las pymes, a los ciudadanos comunes y a los europeos en general, actores silenciosos y pacientes que trabajan de manera coordinada, eficiente y colaborativa, reconstruyendo lo que otros destruyen. Estos días hemos visto cómo los ciudadanos americanos salen a la calle para protestar por el acumulo de desagravios en tiempo récord.
Soy partidaria de que, a veces, dar un golpe en la mesa puede parecer efectivo para agitar y despertar. Pero en este caso, más que golpe de efecto, Trump está aplicando una demolición sistemática que puede dejar atrás relaciones, economías y daños estructurales reales difíciles de reparar.
La política estadounidense, acostumbrada al poder simbólico y al equilibrio cuidadoso de influencias, corre el riesgo de transformarse en un terreno hostil donde sólo el más fuerte sobrevive y donde el tejido social, empresarial y político queda gravemente lesionado.
El poder debe ser entendido como una herramienta para construir con inteligencia, no sólo para exhibir músculo. Trump, en su segunda etapa, puede haber comprendido el sistema con claridad suficiente para manejarlo, pero su decisión de optar por el enfrentamiento directo, sin matices ni concesiones, puede acabar aislando no sólo a sus enemigos, sino también a los aliados imprescindibles para sostener una administración funcional y un país respetado.
Las segundas partes pueden ser buenas cuando se utiliza el conocimiento adquirido con inteligencia y valores para sacar organismos tóxicos, procesos ineficientes, innovar, reforzar aliados y dotar de nuevos objetivos las instituciones para reforzar su servicio a todos. Frente a esta triunfocracia, es hora de valorar otro tipo de liderazgo, más silencioso y sobre todo efectivo para todos aprovechando la sabiduría de las segundas oportunidades, porque si no, más que a la segunda va la vencida en el caso de Trump, la segunda va vencida.